23 de febrero de 2018, Vol. VII, Núm. 16

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Antimateria: la materia efímera

Josué Gutiérrez González Centro de Formación Profesional Docente de Sonora

Notas sobre: Antimateria: la materia efímera. Ayala, Montaño, Navarro y Tejeda. Hermosillo: Universidad de Sonora, 2016


antimateria

En uno de sus relatos más notables, titulado "Far Centaurus", publicado en 1944, el famoso autor de ciencia ficción E. van Vogt imagina una expedición de astronautas que a principios del siglo XXI se aventura a viajar a Alfa Centauri, el sistema planetario más cercano a la Tierra. Mediante un sistema de animación suspendida, los viajeros cubren la travesía de 4 años luz en un período de cinco siglos terrestres. Al acercarse a la órbita de Próxima se encuentran con una inmensa nave espacial. Después de un intrigante encuentro, los tripulantes del siglo XX descubren con sorpresa que lo que pensaban era una civilización de alienígenas inteligentes, son en realidad humanos del siglo XXV que han dominado el viaje interestelar logrando cubrir la distancia entre Próxima y la Tierra en tan solo 3 horas terrestres. Van Vogt nos deleita con toda clase de malentendidos que pudieran derivarse de un contacto tan extraordinario. Para los fines de esta reseña me gustaría llamar la atención únicamente sobre un detalle de esta colisión de culturas tan disímiles. El doctor Renfrew, uno de los genios detrás de la tecnología del siglo XXI, se ve turbado ante su propia impotencia para entender los rudimentos de la ciencia del siglo XXV, nociones que incluso los niños de 6 o 7 años dominan, le resultan superiores a su entendimiento. El choque cultural es tan serio que Renfrew decide hacer todo lo posible por volver a su tiempo.

Traigo a colación esta historia de ciencia ficción porque al leer Antimateria: la materia efímera, me era imposible no imaginarme la sorpresa y el desconcierto con el que las grandes mentes de la Antigüedad, la Edad Media y el Renacimiento hubieran recibido las nociones científicas que los autores de este libro abordan con suma claridad y al alcance de un lector educado del siglo XXI. El conocimiento que los físicos de nuestra era han desarrollado para entender los movimientos secretos del universo, desde las dimensiones más ínfimas de lo subatómico hasta las fuerzas que actúan entre los cuerpos celestes más descomunales, nos deberían dejar desconcertados y sorprendidos gratamente de lo que nuestra mente y voluntad de saber nos han permitido construir.

Sin embargo, esta fascinación no está exenta de retos. El avance y la sofisticación de nuestro conocimiento nos imponen una interrogante. ¿Cómo volver asequible estos saberes a aquellos que se encuentran fuera de los campos de especialización de la ciencia, en particular de la física? ¿Cómo podemos hacer que la ciencia del siglo XXI alcance a los ciudadanos del siglo XXI sin que necesariamente tengan que dedicar su vida al estudio de todas y cada una de las diferentes disciplinas? Como en casi todo en la vida, las respuestas son muchas; me conformo con compartir una opinión: necesitamos más que nunca de una divulgación científica que nos permita conectar la ciencia con esos otros aspectos de nuestra realidad que nos contienen y nos atraviesan. Me refiero a las artes, a las lenguas, a las ciencias sociales, a todo aquello que nos permite hablar de una cultura. Hoy más que nunca es indispensable que la gente de ciencia y la gente de las humanidades retomemos un diálogo profundo que nos lleve a restablecer la idea de los saberes como un todo que se multiplica y se conecta de forma caprichosa y a veces impredecible.

Por esta razón, estoy convencido de que necesitamos más libros como el que estos autores han concebido. Libros que nos hablen de algo y de todo a la vez. Libros que nos inviten a pensarnos como el resultado de diferentes procesos históricos que para bien o para mal confluyen en nuestro momento. Puedo afirmar, sin duda, que los autores de este libro han conseguido a través de estas páginas confrontar al lector con una visión comprensiva de la física en eso que llamamos el mundo occidental y lo han logrado abordando un aspecto en extremo curioso y oscuro del universo: la antimateria.

En particular me ha resultado fascinante la primera parte del libro donde los autores elaboran con gran amenidad un recuento comprimido de nuestra búsqueda por entender de qué están hechas las cosas. En el razonamiento inicial-no por ello menos profundo-de la mente clásica, el lector aprecia en toda su sencillez la necesidad innata del ser humano por conocer, es decir, por interpretar el mundo a través del lenguaje. Pues no podemos pasar por alto que los atisbos de un pensamiento científico en la Antigüedad descansaron esencialmente en nuestra habilidad de hacernos preguntas que debían responderse con el sentido común, con la razón. Así, de entre las muchas conclusiones que podemos sacar de este libro, se encuentra aquella que nos recuerda que detrás del desarrollo de la lógica, de las matemáticas y de la coexistencia con lo mítico en esa etapa temprana del pensamiento científico se manifiesta con claridad la persistencia de lo simbólico. Para entender el universo, el ser humano precisa comunicarse con otros, el símbolo es la piedra angular en el edificio de los saberes. El lenguaje debería restituirse como la patria común de científicos, humanistas, artistas, de la gente común que somos todos.

Si bien el recorrido histórico por los rudimentos de la física elemental, aquella que se interesa por los componentes básicos de todas las cosas, me trajo a la memoria nombres, lugares y conceptos que recorrieron mi vida como estudiante y mis aventuras como lector de muchos temas, no puedo negar que por momentos llegué a sentirme como el Dr. Renfrew. Al igual que el personaje del relato que da inicio a este texto, al oír hablar del concepto de simetría, del Modelo Estándar o del número bariónico, mi impresión era tal que no hacía más que preguntarme: ¿por qué no había oído hablar de todo esto antes?

La respuesta está en un sistema educativo que ha sido incapaz de incorporar a la dinámica de las aulas la física del siglo XX-no digamos ya la del siglo XXI. Es una realidad dolorosa que, salvo contadas excepciones, en nuestras escuelas la física que enseñamos se centra casi exclusivamente en abordar nociones de la Antigüedad, la Edad Media, el Renacimiento y en ocasiones, haciendo un gran esfuerzo, algunos temas del siglo XIX. Esta situación no sería tan escandalosa si no fuera porque algo similar pasa con la enseñanza de la historia, la sociología, la filosofía y los estudios literarios, por mencionar solo algunos campos del saber.

Por eso es que este tipo de libros son, más que necesarios, urgentes. Si el sistema educativo no puede seguirle el ritmo a la ciencia, entonces la divulgación es nuestra única respuesta para evitar que la especialización absoluta de los saberes nos convierta en una Babel de intransigentes y necios que opte por darle la espalda a todo lo que no entendamos.

No quiero dar por terminados estos comentarios sin antes abordar la parte final del libro, aquella en la que se discuten las posibilidades que el dominio de la antimateria nos brindaría. Si bien los beneficios de estos estudios nos han llevado ya a aplicaciones concretas que salvan vidas todos los días mediante la medicina nuclear y sus asombrosos instrumentos para ver dentro de nuestros cuerpos, el dominio de la antimateria sigue siendo una de nuestras aspiraciones. A decir de los autores, para conseguirlo es necesario invertir inmensas sumas de recursos que nos permitan, entre otras cosas, continuar con la construcción de aceleradores de partículas. El reto es muy claro, se trata de construir y operar más de esas extraordinarias máquinas donde los científicos del siglo XXI actúan un poco como los alquimistas medievales tratando de encontrar las leyes de la permutación de los elementos o a los maestros de Game of Thrones empecinados en dominar el fuego salvaje. La gran diferencia es que esta gente trabajando en instalaciones como el Fermilab en las afueras de Chicago, son personas reales, no han salido de la imaginación de un autor, sino que son el resultado de siglos de actividad intelectual. Me atrevo a pensar que en sus manos está una parte importante del porvenir de la humanidad, ya que la capacidad de "producir" y almacenar antimateria podría tener un efecto determinante en el diseño de nuevos sistemas de propulsión sin los cuales la exploración del espacio exterior seguirá siendo un sueño o un asunto de ciencia ficción como en "Far Centaurus". De esta manera, el futuro de la investigación sobre la antimateria está ligado al futuro de los seres humanos. Hoy más que nunca debemos preguntarnos qué queremos para la especie. De esa respuesta dependerá que nos elevemos por encima de nuestra condición planetaria o que nos hundamos en el abismo de la autodestrucción.

Después de leer Antimateria: la materia efímera, mi invitación es a acercarnos a este conocimiento con apertura. Debemos hacer un esfuerzo para ver en la cosmología, en las explicaciones del universo como algo en constante expansión, en nuestra necesidad irremediablemente insatisfecha de ver las cosas con nuestros propios ojos para constatar su veracidad, una expresión clara de que la ciencia, al igual que la filosofía, el arte o el juego, constituye un ejercicio de la imaginación. Solo a través de las facultades imaginativas de la mente humana podremos alcanzar a entender y a explicarnos nuestro sentido de ser en el mundo.