La guerra de tres años

Emilio Rabasa

A don Casimiro del Collado

I


Minutos más o menos, serían las tres de la mañana en el pueblo del Salado cuando rompió el primer repique, en el cual juntaron sus voces la campana grande, la cuarteada y la esquila, en desconcierto estruendoso e insufrible, que fue en uno alegría de muchachos, satisfacción de viejas devotas, causa de gruñidos de viejos dormilones, de ladridos de perros y aleteo de gallinas y despertador de todo el mundo.

Y como por negro de sus pecados y en recompensa de sus virtudes cívicas vivía en ese mundo don Santos Camacho, tratando de gobernarle con la autoridad un poco exagerada de jefe político, el tal repique hubo de despertarle antes que a ningún otro viviente, puesto que la jefatura estaba a cincuenta pasos frente al cementerio de la iglesia.

Abrió el ensordecido jefe los soñolientos ojos, cerrolos enseguida con fuerza, apretó los dientes y acudió con ambas manos a las orejas; y en tal actitud permaneció cinco minutos corridos, hasta que el estruendo cesó y quedó sólo la esquila dando algunas voces más a distancias retardadas, en sus postreras oscilaciones.

Escupió Camacho en la oscuridad con gran fuerza, sin que el dónde se le diera un anís; resonó en la estancia un gruñido ronco, y la voz del irritado jefe que dijo:

-¡Malhaya el alma!...

Y siguió hasta concluir una frase que cualquiera puede adivinar si ha tratado en su vida con carreteros o con señoritos de la crema.

A tientas buscó, enseguida, sobre el baúl que hacía de mesa de noche, los fósforos y el puro comenzado al acostarse: encendiole con dificultad después de mucho fuelleo y lanzó al techo una bocanada de humo, mientras salían de su garganta algunos gruñidos sordos, como truenos apagados de la tempestad que se aleja.

Hacía ya en las cavernas de su conciencia terribles amenazas, pero cuando llegaba a punto de determinarse a poner algo por obra, embargole el sueño los sentidos, y quedaron cerradas esas puertas a los incentivos exteriores de su fácil cólera. El punto rojo del puro, inmóvil en el fondo oscuro del cuarto, fue amortiguándose hasta desaparecer por completo; la oscuridad recobró su imperio absoluto, mas no el silencio, que interrumpían acompasadamente los ronquidos de la primera autoridad política del distrito.

Pero aquella madrugada estaba condenado a no reposar una hora de hilo: un segundo repique, formidable como el primero, le hizo despertar y el estampido de la primera cámara le obligó a dar un salto que hizo vacilar el lecho, y a don Santos soltar una andanada de ternos atropellados, enérgicos y duros.

-¡Salo! -gritó lleno de ira-; ¡Salo! ¡Salo del diablo! ¿Voy a levantarte a patadas? ¿No oyes, animal?

-Sí, mi jefe -contestó Salo después de pujar diez veces, desperezándose-; es la fiesta...

-¡Qué fiesta ni qué chorizo, bruto! Levántate... ¿Ya te levantaste?

Como Salomé dormía vestido, no tuvo mucho trabajo para cumplir la orden, que comenzaba ya a inquietarle por el tono en que venía.

-Sí, señor -se apresuró a decir. Acercose cojeando a la cama del jefe, el cual ya comenzaba a vestirse, y pidió órdenes.

-Anda a ver a Hernández y me lo traes. Que venga ahorita, ahorita mismo. Corre, aunque te rompas la otra pata.

El jefe buscó los fósforos mientras el cojo ganaba la puerta, recogió el puro que andaba envuelto entre las sábanas y después de encenderlo, encendió también una vela de sebo que estaba sobre el baúl. Bufando de coraje, acabó de vestirse los pantalones con la botonadura plateada, gruesos y armados como si fueran de cartón, y completó el avío con la chaqueta de género velludo que le daba ciertos lejos de oso domesticado.

Podía verse a la miserable luz de la vela que don Santos Camacho tenía proporciones de coronel, aunque no lo era; es decir, aunque de poca estatura, era grueso, con tendencias a ventrudo, de ancha nuca y grandes manos; era además un poco cargado de hombros y no muy aliviado de espaldas; pisaba recio, escupía con frecuencia, y tenía su poco de laringitis crónica.

Militó alguna vez durante la Guerra de Reforma, según algunos, a las órdenes del general Pueblita, pero era todavía un muchacho y no fue para ganarse un grado cualquiera. De él se cuenta que allá por el 65 se presentó en un campo republicano de unos ochenta hombres de la chinaca, solicitando ser admitido en la fuerza.

-¡Pos cómo no! -le dijo el primer hallado. -

¿Qué grado me dan? -preguntó él.

-Pos ahí será cualquier cosa -le contestaron-. Mientras cuide esas armas.

Y los chinacos se fueron a pasear por el pueblo mientras él cuidaba los fusiles y carabinas viejas que tenían nombre de armamento.

Al día siguiente la fuerza se puso en marcha, y don Santos se acercó a uno que le pareció jefe, para decirle:

-Al fin, ¿qué grado tengo?

-¿Ya no le dijeron que juera cualquier cosa? -repuso enfadado el otro-. Eche bala y sea’ste general si quiere.

Don Santos se batió o no se batió; duró o no duró en las filas republicanas; estuvo o no estuvo en el asalto de Puebla el 2 de Abril; sobre esto no creo una sílaba de lo que él cuenta. El caso es que no se sabía en El Salado a punto fijo si tenía grado reconocido en el ejército o en la guardia nacional. Yo sé decir que le encontré cuatro o cinco años antes de los sucesos que ahora voy a referir, arreando cuatro burros en la cuesta de Los Coyotes.

A mi entender, y salvo el mejor dictamen de los que escriban la historia militar de México, don Santos Camacho, después de la guerra de la intervención francesa, siguió con el grado que le dieron los chinacos: cualquier cosa.


II


Pero no estaba ya tan basto como en aquellos entonces: era ya metido en letras, en políticas y en cosas peores. Alcanzó con maña la jefatura del Salado, último distrito que el estado comprendía en sus términos y, ya en ella, tenía presente que no es lo más difícil adquirir sino conservar, para lo cual no escaseaban los regalos a la familia del gobernador; enviaba por extraordinario pescados frescos de río a la señora, durante la cuaresma; remitía de vez en cuando al secretario del Gobierno artefactos indígenas, verbigracia, una jaula hecha de pajitas de colores, un abanico de plumas exquisitas; y en llegando las vísperas del santo del gobernador, echaba escote entre los empleados del distrito, le arrancaba al pobrísimo ayuntamiento medio centenar de duros y, sin poner de su cuenta un grano de pólvora, quemaba un millar de cohetes, ponía en la plaza la trampa del diablo para dar animación al pueblo, ofrecía un baile a la buena sociedad, que no concurría, y lo hacía todo con tal habilidad que alcanzaba un sobrante para aplicarlo a la fábrica de una casuca, no del todo mala, que los presos y los soldados le iban levantando poquito a poco, en un terreno que había pertenecido a una obra pía.

Don Santos tenía un gran concepto de la jefatura. En primer lugar, creía que el distrito era suyo; y en segundo, que el jefe político manda a todo el mundo, y todo el mundo debe obedecer sin chistar. Él no podía comprender la autoridad de otro modo. Pero, eso sí, era liberal como nadie, y así lo decía siempre que brindaba. Y hay que advertir que don Santos brindaba siempre que había ocasión.

Esto explica los odios de don Santos: como jefe político odiaba a los alzados del pueblo que le negaban facultades omnímodas; y como liberal aborrecía al cura, a la Iglesia, al campanero y las campanas, y a las beatas de la “vela perpetua”.

En El Salado había de todo y don Santos no era hombre para escarmenar los problemas complejos. El alto comercio y los propietarios de abolengo y apellido rancio eran verdaderamente devotos pero, enemigos de meterse en camisa de once varas, trataban de aparecer como liberales moderados, se dejaban visitar del cura y saludaban afectuosamente al jefe, de quien nunca hablaban mal. Acataban los preceptos de la Iglesia por interés de la otra vida, y respetaban mucho al Gobierno por el rato que hemos de pasar en ésta.

El comercio chico y los propietarios de las rancherías, con el brío propio del que debe a sus fuerzas su posición, andaban siempre muy amantes de sus derechos; se sabían a retazos algunos artículos de la Constitución, que traían siempre a flor de lengua, y eran enemigos del jefe político por amor a las libertades públicas, y del cura por devoción a las “santas sombras de Ocampo y Degollado”. No faltaba, sin embargo, entre ellos, alguno que creyese que Ocampo había derrotado a O’Donojú en la batalla de Ahualulco.

Tenía don Santos sus amigos descubiertos e incondicionales, que eran pocos, entre los que le necesitaban para medrar en un empleíllo, para ganar un pleito sobre medio almud de sembradura, para conseguir algo del Gobierno, o para vender caro los gallos de pelea.

Tenía también los suyos el cura, francos y valientes, que le besaban la mano, oían misa y no se confesaban nunca.

El uno figuraba en los testamentos cuando había bienes raíces de por medio; el otro aparecía como prestamista del párroco, husmeando las buenas colocaciones; éste necesitaba recomendaciones para una contenta, aquél para conservar la beca de gracia al mozo del seminario. Y detrás de éstos, que no podían ser muchos, venía el gran ejército de mujeres: las señoras de la “vela perpetua”, las muchachas de la congregación de esto, las viejas de la cofradía de lo otro; todas animadas por las vivas pasiones femeniles, agitando, empujando, atizando a todo el mundo; ansiosas de luchar para conquistar los antiguos fueros -sin saber qué cosa es eso- o de obtener el martirio, para lo cual creían hacer fiestas religiosas, repicar a toda hora, y pasearle una procesión en el hocico a don Santos Camacho.

Entre tales elementos no podía haber concierto alguno. Así, por ejemplo, los libres del comercio chico llaman a los del grande hipócritas, a don Santos bandido, a los devotos sinvergüenzas y a las mujeres estúpidas.

Había otra complicación, que no es para dicha en una página, y que se irá notando en el discurso de la presente historia.

Por lo demás, el juez caminaba de acuerdo con don Santos, porque le tenía miedo por su brutalidad; el ayuntamiento era todo hechura del jefe; el agente de correos y el del timbre procuraban no meterse con nadie, y el pueblo era rojo el 5 de Mayo y muy religioso el viernes santo.

Ya se comprende, pues, que cuando Camacho despertó con el primer repique, debieron de cargársele todos los diablos, que cuando rendido al sueño volvió a despertar con el estruendo de las cámaras y el voceo del campanario, tuvo que contenerse para no ir a aporrear a los encendedores de pólvora y al madrugador sacristán.

Cuando acabó de vestirse siguió echando sapos y culebras, mascó el puro con rabia, y acercándose a una mesa no muy limpia, que le servía para todo, tomó una botella, la llevó a la boca y tragó dos veces. Hizo un gesto y el escalofrío le causó un sacudimiento brusco.


III


¿Qué había de decir Hernández, el hábil secretario de la jefatura? Pues que no había remedio; que era preciso tener calma, que la ley permitía los repiques en ciertos casos, y que aquél era uno de ellos; que el cura era un pillo y las viejas cucarachas unas tales por cuales, pero era forzoso tolerarlas aquella ocasión, por lo cual él encontraba acertadísima la opinión del jefe de esperar tranquilamente, sin meterse a esas horas en más dibujos. Y no hubo remedio: don Santos acabó, como siempre, por creer que él había opinado así desde el principio.

Hernández, que llevaba dieciocho años de desempeñar -salvo cortas intermitencias- el empleo de secretario, y por ende de domesticar fieras políticas, había llegado a adquirir tal práctica en el oficio que a los quince días de jefe nuevo, le manejaba como a asno de noria.

A don Santos le hizo creer que tenía talento, que era astuto y que sabía leyes por intuición. Tomaba por opinión de Camacho sus propósitos, la aprobaba, la elogiaba, veía en ella algún nuevo argumento para admirar el talento de su superior y, mientras el superior se pavoneaba, él se salía con la suya

Andaban juntos, respecto de su persona, el odio y la alabanza de los demás, pues dio en recatarse el uno tras de la otra a influjos del temor de los tímidos y del cálculo de los interesados. Necesitábale el jefe para todo; los amigos de aquél para conservarse como tales; los liberales para poner al cura a raya, y el cura para contener al jefe político. Quizá porque comprendía todo esto adquirió el vanidoso gesto de sonreír sólo con el lado derecho de la boca, que guiñaba siempre hacia arriba. Por lo demás, todo era vulgarísimo en él, con excepción de la mediana calvicie y el tardo andar, visiblemente afectado.

Él le había ofrecido a doña Nazaria el día anterior que no habría novedad ninguna, aunque el sacristán echara abajo las campanas; y aun de lo demás que doña Nazaria urdía, le dijo:

-Allá veremos, allá veremos...

Por eso no eran aún las tres cuando la fresca cuarentona, acompañada de su comadre

Agustina, que no se le despegaba desde la tarde de ayer, aporreaba la última ventanilla de la casa cural, despertando al campanero. Grande gozo tuvieron las dos porque le cogieron durmiendo.

-¿No te lo dije? ¿No te lo dije? -decía doña Nazaria, sofocada por la alegría-. “¡Yo te voy a despertar! -No, doña Nazaria, la voy a despertar con el repique”.

-¡Ay, señora -decía el vencido sacristán-; si usted no durmió! -Pregúntale a mi comadre.

-Y bien que dormimos -afirmó la otra.

Y entre frases que celebraban su triunfo, hicieron que Chuca corriese a abrir la iglesia, que trepara al campanario y enviase a los cuatro vientos el primer repique.


El pueblo despertó y acudieron al reclamo los chicos antes que nadie, después los perros y al último los hombres. No faltaron amigos del ruido que se prestaron a encender las cámaras que acompañaron al segundo repique, enardeciendo la sangre de Chuca, quien prolongó el campaneo más de lo que don Santos quisiera. Armose la gritería de las muchachas, los hombres quemaron cohetes que el alto comercio proporcionaba, encargando la reserva; oíanse voces de mujeres, que desde la puerta de la iglesia daban órdenes; chillaban las criaturas; juraban los hombres; y la música del pueblo, llamada de antemano por doña Nazaria, llegó a completar el desbarajuste de sonidos, tocando una marcha a su manera.

Así estaba la plaza del Salado, cuando la aurora despertó sobre las crestas de la sierra oriental. Los suaves vientos del alba inundaron el pueblo de un aire fresco y lleno de humedad de las vecinas selvas. Las tiendas comenzaron a abrirse para dar salida a los dependientes, que querían tomar parte en el ruido; algunas muchachas de la buena sociedad fueron apareciendo por la plaza y la luz, primero azulada, después color de rosa y a poco de oro, inundando los campos y los cielos, parecía atestiguar que también la naturaleza despertaba alegre y regocijada.

En tanto, doña Nazaria, después de salir cien veces a la puerta del templo para saborear el placer de ver apiñada la gente en el cementerio y la plaza, inquieta, nerviosa, jadeante, volvió a la delicada tarea que sólo ella sabía desempeñar, de limpiar, arreglar y vestir convenientemente al santo patrón del pueblo, a aquel san Miguel tan querido y venerado en toda la comarca.

El santo no era, ni con mucho, una obra de arte. Doña Nazaria le había hecho colocar sobre un cajón vacío frente al altar mayor, para tenerle a la altura de sus manos. San Miguel, con un pie sobre el dragón y el otro al aire, producía en los que le veían ese malestar inexplicable que se siente ante un absurdo de equilibrio. Las alas casi cerradas no remediaban el defecto. Un brazo extendido hacia abajo terminaba en mano femenil, que el escultor procuró no crispar; el otro mantenía en alto la espada de palo pintada de azul, y la cara, bajo el yelmo, permanecía impasible y afectadamente bonita, dirigiendo una mirada de fastidio no al dragón sino a san Roque, que estaba con su can muy quitado de penas, en el altar frontero.

La cuarentona ponía en movimiento mucha gente para dar más importancia a su tarea. Agustinita le pasaba el plumero; ésta tenía listas las prendas de vestir; aquélla sacudía las flores de trapo que en sendas jarras servían de adorno al arcángel; unos salían para cumplir una orden, entraban otros trayendo un menester y todo en derredor del grupo que formaban el santo, el dragón y doña Nazaria, era movimiento, barullo y entusiasmo.

-Una vara de listón azul -gritaba la señora, alargando una moneda a cualquiera. -¡Agustinita, que me planchen ese encaje!

-¡El plumero! ¡Juana, los alfileres! ¡Señora Lola, que me dé las tijeras! ¡Avívese, por vida suya!

Y cuando Agustina se atrevió a decirle:

-Comadre, sería bueno que recogiera usted un poco esa cinta.

-¡Qué sabe usted! -contestó ella con disgusto.

Y nadie volvió a hacer objeción ni a dar consejo.

Cuando el arcángel estuvo tan completamente vestido que no parecía arcángel, cuando no hubo ya sitio para más cintas, lazos ni botones, cuando el dragón no tuvo ya polvo ni siquiera en el fondo de la bocaza abierta, doña Nazaria se retiró quince pasos para admirar su obra y vio que era buena, y lo dijo en voz alta.

Todos creían que había dado punto a su trabajo cuando ella, dirigiéndose al sacristán, le dijo:

-Chuca, tráete ahora las andas para adornarlas.

-¡Las andas! -exclamó la hija de don Serapio Cruz, el conocido liberal del portal viejo.

-¡Sí, señorita -replicó la cuarentona, plantándose frente a ella, con una mano en la cintura-; las andas.

-Para la procesión de aquí adentro -afirmó una vieja.

-No, señora -volvió a decir doña Nazaria con garboso aplomo-; para la de allá afuera.

Cuando ella lo decía... El entusiasmo fue inmenso. Sin embargo, algunas personas del comercio antiguo que andaban por allí, atraídas por la curiosidad y porque, aunque eran liberales, eran religiosos -pues lo cortés no quita lo valiente-, fuéronse escurriendo poco a poco, y se pusieron en la calle. Así fue como Muñoz y Pérez Soto se encontraron al salir del cementerio.

-Puede uno ser católico sin estas exageraciones -dijo el primero-. Comprometen a uno...

-Sí -contestó el otro-; y luego por ésta. -¡Usted dirá!

-Ya sabe usted que anda...


IV

Y andaba en efecto. Así lo decían unos, lo murmuraban otros, y lo pensaban los más.

Viuda a los treinta años del inolvidable tratante en ganado vacuno, que fue conocido con el nombre de Varguitas, guardó la pureza de las negras tocas durante dos o tres años, al cabo de los cuales tuvo que ver, al decir de las gentes, con un agente comercial enviado de la capital del estado para arreglar asuntos de una casa fuerte.

Por entonces la viuda, que no tenía mal palmito, había establecido una posada, porque el rancho de vacas que heredara de Varguitas le ponía muy a raya en aquello del gastar. Y la maldita posada -como ella decía- fue el pretexto de murmuración. Quitó la posada cuando el agente comercial se marchó del Salado y siguió manteniéndose con los productos del rejo, que en verdad no eran escasos para sus pocas necesidades. Llegó después don Santos, quien conoció a la viuda en una tamalada que en obsequio del nuevo jefe fraguó Hernández, poniendo a escote al alto comercio; notó el funcionario la frescura de aquellos treinta y cinco años, y la buena de doña Nazaria anduvo otra vez... Pero aunque el camino no fue corto, llegó un día a su término, sobre ocho meses antes de esta fiesta tutelar, por cuanto que don Santos, mudable, como todos, puso los ojos y la voluntad en otra: en la Luisa, aquélla de junto al río.

La Luisa no era gran cosa; una chatilla regordeta, con cierto balanceo gracioso al andar, un poco de sal, un mucho de labia, el color más encendido, y quince años menos que doña Nazaria. Había sucedido a ésta sin beneficio de inventario: con todos sus derechos y todas sus obligaciones; se le ponía al frente sin miedo, y si alguno tuviera en los comienzos de su reinado, allí estaba la tía Gilda, su madre, suegra de don Santos y sobrehueso de la destronada viuda, que tenía espíritu para habérselas con todas las viudas andalonas del mundo.

Aquella mañana don Santos, con el poco pudor que solía, se fue a tomar el desayuno a la casuca de junto al río. Fue, más que de ordinario, aturdido melosamente por Luisa, y adulado y resobado por la tía Gilda.

-Este chimolito está como para usted. Ya le sé el modo. Mire usted estos revueltitos con perejil. Voy a tostarle más tortillas para los frijoles.

Y don Santos se dejaba mimar, y comía abundantemente y aprisa.

Cuando concluyó el jefe, encendió el puro que había dejado en el borde de la mesa, apoyó el brazo en el respaldo de su tosca silla, el carrillo en la mano, y se quedó mirando como un bobo a la muchacha.

Esto esperaba ella para comenzar el ataque.

-Conque ahora tenemos procesión -dijo con naturalidad.

--¿Eh? -gruñó don Santos.

-Eso me dijeron esta mañanita en la plaza. -Eso

nos dijeron -afirmó la vieja.

-Pues no, señor; no hay nada, porque la ley lo prohíbe, y yo no estoy aquí mudando temperamento.

-Pues ya vistieron a san Miguel. -Sí, y adornaron las andas.

-Y está hablada la música.

-Pues yo digo que no -replicó don Santos con energía-. ¿Quién les ha dado licencia?

Antes de que madre e hija volvieran a la carga, el jefe tuvo una idea que le obligó a bajar el tono.

-Quién sabe -dijo-, si éste sea uno de los casos en que se debe permitir: veremos la ley, Hernández y yo.

-Eso es -dijo con viveza Luisa-. Esta mañanita oí decir en la tienda de los Angelitos que usted iba a dar licencia.

-Los Angelitos son unos brutos que no saben nada. No me pueden ver, ni yo a ellos, y todavía les voy a dar de coscorrones un día de éstos. Vamos a ver: ¿a que dijeron algo de mí?

Luisa fingió que no quería contestar, pero la Gilda la suplió.

-Lo que dijeron fue que usted se va a hacer guaje cuando salga la procesión. -¡Malhaya el...! -gritó el jefe fuera de sí y levantándose de la silla, después de dar un porrazo en la mesa-, ¿no digo que les voy a romper el alma a esos habladores? No pasarán tres días; ya verán, no pasarán tres días. A ellos, y a los gachupines del portal viejo y al don Serapio Cruz, y todos los otros sinvergüenzas que andan siempre hablando de mí, y que las multas así, y que lo de la guarnición asado, y que... ¡la madre...! ¿A ellos qué les importa?

Y siguió don Santos exaltado y hasta frenético, paseándose por el cuarto, moviendo sillas y golpeando mesas.

Cuando la tempestad iba pasando, en tono como de pena de verle disgustado, y de enojo contra quien originaba el mal, dijo la vieja:

-La culpa de todo la tiene esa...

Don Santos, que estaba de espaldas en aquel momento, se volvió rápidamente.

-¿Está metida en esto? -preguntó echando chispas por los ojos.

-Ella lo ha hecho todo -contestó Gilda, mientras Luisa bajaba los ojos y rascaba la mesa.

-¿Ella? -repitió don Santos-, ¿ella? -Y dice que habrá procesión en la calle.

-¡Pues no habrá en ninguna parte! -gritó el jefe-. No habrá, aunque la ley lo permita, y al que me saque un santo lo fundo.

Y se echó a la calle, trémulo de cólera.


V


Bufando y con mil picardías entre los dientes don Santos se encaminó a la oficina, con el andar más rápido que su incómoda estatura permitía, bastante a sofocarle en cualquier circunstancia, no en aquella, en la cual el sofocón iba adelantando.

Tuvo que pasar por el portal nuevo y casi rozándose con Pancho Ángeles, que estaba parado en la puerta de La Esperanza en la Honradez, tienda mixta de los Angelitos, como les llamaba todo el mundo. Dirigió el jefe una mirada de rencor al joven comerciante y no le saludó; la cólera le subió de punto, y procuró todavía apresurar más el paso.

Cuando llegó a la jefatura estalló en presencia de Hernández y, en pocas palabras limpias y muchas sucias, enteró al secretario de lo que lo traía tan colérico y feroz. En primer lugar, tenía determinado romperles el alma a los dos Angelitos por habladores; sacarles los dientes al gachupín y a su primo, y colgar en primera oportunidad a don Serapio Cruz. En segundo lugar, el curita ya le estaba cargando mucho y le iba a meter quince días en la cárcel, aunque no diera motivo; iba a apalear al sacristán, a emplumar a todas las cucarachas y, por último, a la puerca esa, ¡oh!, a la puerca esa...

Hernández fruncía con su gesto habitual el lado derecho de la boca, y procuraba calmar la ira de su superior. ¡Qué procesión ni qué calabazas! Sería dentro de la iglesia, y en eso no había ni motivo ni derecho para impedirlo. ¡Meterse en eso la primera autoridad! Además, la política, el buen juicio, aconsejaban no ser absolutamente rigurosos para no chocar de frente con los sentimientos arraigados en el pueblo.

Don Santos no entendía razones ni fiaba en probabilidades, y parecía enojarse más. Hernández tomó veinte veces la palabra, cambiando de tono, buscando el resorte que necesitaba. Insultó a los Angelitos, ofendió al cura, se burló de las beatas, ultrajó a doña Nazaria, encomió el talento de Luisita, admiró la enérgica actitud de don Santos, pero en balde; el jefe quería hacer cualquier barbaridad inmediatamente. De súbito una idea iluminó su semblante, e interrumpiendo a don Santos:

-¡Ah! -exclamó-; se me olvidaba decirle que ya llegaron los de Río Chico.

Detúvose un momento el jefe, como si le costara trabajo pasar tan de repente de un

asunto a otro, pero se serenó su semblante.

Hernández aprovechó la coyuntura y agregó, antes de que don Santos pudiera hablar:

-Ya vi a Zurita con todos los demás y ¡oiga usted!, ¡qué engreídos vienen!

-¡Lo que es con mi colorado se funden! -exclamó el jefe enteramente transformado-. No tienen ellos ni para el giro, ¿qué dice usted?

-¡Qué han de tener! -respondió Hernández con mil aspavientos-. Ya usted conoce la raza esa: es de la que trajo Zurita de Guadalajara cuando acabó la Revolución.

-¡Sí, hombre, ya sé!

Y, encendido el entusiasmo, tomaron la calle para ir en busca de Zurita, jefe político del distrito colindante que, invitado por don Santos para las lides de la fiesta, acudía con gente de su devoción, provisto de gallos y de dineros, confiado en la genealogía de sus animales y ansioso de encontrarse en el palenque.

Mientras tanto, en la plaza se veía un movimiento extraordinario para aquel pueblo. Había muchas vendimias, cuáles al raso, cuáles en pequeñas barracas, sin que faltaran baratijas ambulantes, que incitaban a los muchachos sonando pitos, tocando flautas y moviendo saltimbancos de cartón. Los puestos de frutas con su variedad de colores alegraban el mercado; al lado de las canastas de naranjas color de oro se veían otras de verdinegros aguacates; las piñas alternaban con los mangos; los plátanos en apretados racimos, con las guayabas, las limas y los zapotes. Cuanto en frutas produce la tierra caliente estaba amontonado allí en vistoso desorden. Y entre una y otra barraca, mesas y canastas de dulces, y tal cual instalación de lo fuerte, desde el aguardiente hasta el dorado catalán.

La concurrencia no era escasa. Algunas familias del Salado y otras de los pueblos vecinos eran los paseantes de mayor notoriedad. Abundaban las gentes de segunda clase y sobreabundaban los indios de ambos sexos, con poco aseo y mucha borrachera. Las risas por aquí, el regateo por varias partes, el voceo de las mercancías en muchas, y las disputas de los borrachos en todas, formaban un murmullo constante que simulaba la animación.

En todas las tiendas no faltaban parroquianos, y los dependientes se daban prisa. Pero la ocupación no era tal que la atención de las manos impidiera el ejercicio de la lengua. Así es que en La Esperanza en la Honradez se vendía, pero se charlaba también, porque los Angelitos eran agradables y tenían casi siempre tertulias de mostrador afuera.


VI


Los Angelitos eran gemelos, y se pudo saber quién era Francisco y quién Juan cuando pasaron dieciocho años, gracias a que el primero creció más que el otro, no tanto, sin embargo, que dejara de ser una miniatura. Ambos chiquillos con caras morenas de hombres, algunas barbas, poco juicio y mucha lengua. Se movían sin reposo, con esa inquietud de los hombres pequeñitos que les da mayor semejanza con los títeres: eran ambos valientes, despreocupados, adoraban la memoria de Juárez y estaban reñidos con todo orden público vigente.

Entre las luchas de un regateo, las alabanzas de un artículo, la medida de un lienzo y la cuenta de su valor, a razón de real y medio vara, los Angelitos charlaban con José Chapa y Martín Cabrales, que estaban de pie fuera del mostrador.

-No tiene madre -decía Pancho-; a las nueve pasó por aquí y ya iba borracho.

-¡Qué barbaridad! -exclamó Chapa-. ¡Este hombre no se la despega ya!

-Yo estaba en la puerta y no me saludó: se lo agradezco mucho. (Al parroquiano) Veinte reales. (A Chapa) Iba hablando solo entre dientes, es decir, iba hablando con la zorra.

-¿Y dónde la cogería tan de mañana?

-¡Dónde! -dijo Juan, mientras pesaba media arroba de azúcar-: en casa de Luisa. Venía de por aquí.

Y señaló el rumbo del río.

-¡Uju! -hizo Cabrales-: ¡entonces ya lo creo!

-Ya tiene quien lo mande.

-Y nosotros también, porque ahora la vieja Gilda dispone de la jefatura.

Nadie se rió: la observación parecía demasiado seria, y hasta produjo un silencio momentáneo. La imaginación de Pancho Ángeles voló hasta la capital del estado.

—¡Vaya un gobierno! —murmuró—. ¡Como si no hubiera gente decente para las jefaturas! (A una señora) ¡Imposible, señora! No le ganamos nada; dos y medio lo menos. (A los tertulianos) ¿Qué pero le ponen a don Serapio Cruz? Es honrado, activo, de orden... ¿Doce varas?... y hombre decente y sin vicios.

-Don Serapio es mi tipo -dijo Juan.

-De primera -afirmó Cabrales.

-¡Ya lo creo! -confirmó Chapa.

-Pero hay empeño en gobernar mal, en proteger a estos borrachos. Desde la elección de este gobernador lo dije yo, cuando me trajeron la candidatura: -“No firmo”. -Hombre que esto y que lo otro. -“Que no firmo”. -Que será usted enemigo del Gobierno. -“Será lo que tase un sastre, pero no firmo”. El viejo Muñoz andaba recogiendo firmas, pregúnteselo y verá. Ya sabe usted que todos estos viejos del comercio rico son así: firman candidaturas, dan para celebrar el santo del gobernador, para las tamaladas de Camacho y para las del cura. No hay principios, señores; no hay principios ni hay calzones, ni hay nada.

Se fue al otro extremo del mostrador a despachar un vaso de aguardiente criollo y cuatro libras de azúcar.

Continuaba el juicio crítico del Gobierno del estado, y el número de los tertulianos había aumentado en dos más, cuando entró Luciano Zapata, limpiándose el sudor de la

frente, como quien ha andado largo y aprisa, y tiene además buenas carnes, ociosidad perpetua y comida segura en casa de un tío célibe.

-¿Ya saben, no, la novedad? -preguntó.

-¿Qué hay? -dijeron casi a la vez todos. -Que

tenemos procesión esta tarde.

-¡Cómo procesión! -

¡Procesión!

-¡Qué cosa!

-¡Qué barbaridad!

Estas y otras exclamaciones fueron, por supuesto, lanzadas simultáneamente y con tono en que tomaban parte la sorpresa, la indignación y el espanto.

-Pues, sí, señores, es un hecho que habrá procesión. -¡Y

Camacho!

-¡Sólo eso nos faltaba!

-¡Pues Camacho parece que lo consiente o que no lo sabe!

-¡Se hace! -exclamó Pancho Ángeles-. ¡Qué liberal va a ser ese bruto! -Si éste no es nada -agregó Chapa.

-Se hace guaje -dijo otro.

-La tía Gilda habrá dado el permiso.

-No -replicó Zapata-: eso no puede ser porque la que anda en todo es doña Nazaria.

Aquí las exclamaciones y comentarios no tuvieron límites. Hablose de la viuda de Varguitas hasta más de lo justo; y luego se trajo a Luisa a colación, y después a don Santos y a medio pueblo. Volvieron después a la procesión, y entonces Pancho Ángeles pronunció un buen discurso que comenzó con estas palabras: “No hay principios”, y concluyó con esta tremenda exclamación: “Si Juárez resucitara, se volvería a morir inmediatamente”.

Algún rato después todo el comercio sabía el asunto de la procesión porque Chapa, Zapata, Cabrales y los otros que con ellos estuvieron iban de puerta en puerta contándolo a todo el mundo, mientras los Angelitos, que no podían abandonar el mostrador, llamaban a los transeúntes para darles la noticia sin ahorro de comentarios y de discursos.

En todas partes se hablaba del asunto: no había boca quieta ni lengua sin repique. Unos para condenarlo, para celebrarlo otros, se reunían en corros ya en las tiendas, ya en la plaza; y partiendo de La Esperanza en la Honradez que era, como quien dice, el centro intelectual de la población, la noticia fue extendiéndose hasta las orillas del Salado, en ondas concéntricas, como las del agua mansa en que cae una piedra.


VII


Aquel día muchas personas no comieron en casa: los Angelitos comieron en la trastienda, doña Nazaria en la sacristía y don Santos en el palenque de gallos, establecido provisionalmente en la casa del recaudador de contribuciones.

Lo que a don Santos le pasaba era inaudito: tres gallos suyos habían muerto en buena lid, y uno había corrido vergonzosamente; sólo una vez había ganado el jefe del distrito, y los riochiqueños estaban envanecidos y jactanciosos. Zurita, que era de carácter muy distinto que el de Camacho, ganaba sin ruido ni vanidad, y aun procuraba contentar a su colega, aceptando las excusas que éste alegaba en defensa del honor de sus vencidos combatientes. Mientras tanto, ganaba.

Hernández acompañaba a su superior en la apuesta, pero por medio de los encomenderos apostaba el triple contra don Santos, de cuya derrota estaba seguro. Era gran conocedor en la materia, y tenía gran confianza en los gallos de Zurita.

A las once de la mañana el jefe de Río Chico hizo traer una botella de cognac; tras la primera fueron viniendo otra y otras, que exaltaron los ánimos, ensancharon las apuestas y encendieron el vicio. Don Santos, sudoroso y sofocado, maldecía su suerte, le echaba la culpa a la navaja, al terreno y a la madre, etcétera, confirmando con cada derrota la inferior calidad de sus gallos. Llegó el caso de que dijera insolencias a algunos riochiqueños vanidosos, y a punto estuvo de ofender de obra al juez del registro civil, con quien tuvo una traba de cuentas que sólo por la prudente condescendencia de éste pudo desatarse.

A la una y media Salo anunció al jefe que la comida estaba en la mesa, pero no pudo conseguir que le oyera hasta las dos de la tarde. Las peleas se suspendieron por breve rato. Camacho y Zurita pasaron al comedor, en donde Salo había servido los manjares de la tía Gilda en una mesa capaz para diez personas. Allí se colocaron los principales: Camacho y Zurita, Hernández y el juez del registro civil, el recaudador del Salado y el juez de Río Chico, con algunos de menor categoría. Era día de mole y barbacoa, y no faltaban, para sazonar los platos, algunas botellas que atestiguaban la franqueza del anfitrión.

Al principio de la comida Salo trató de hablar a don Santos al oído, pero Hernández, que lo notó, habló del giro que quedaba reservado para la tarde, a la hora de las apuestas fuertes; y Salo no fue oído. Hernández le llamó y le dijo en voz baja:

-¿Traes algún recado? -Sí

-contestó el cojo.

-No se lo des, ¡cuidado!

Salo se quedó con la embajada en el cuerpo.

La comida siguió adelante y la bebida también, en medio de discusiones sobre lances de gallos, en que siempre quedó la razón por parte de don Santos, aunque el dinero había pasado a la parte de Zurita. A las tres volvieron todos al palenque, todavía con las bocas llenas, impacientes por continuar las apuestas. Zurita procuró que su colega le ganara una pelea de poco dinero y enseguida ganó él varias de interés considerable, no sin que Hernández, por su parte, aprovechara las ocasiones por mano de los encomenderos.

Salo miraba con inquietud a Camacho, como si el recado que traía en la garganta le tuviese sin resuello; pero las miradas que a su vez le dirigía Hernández, le contenían en el intento que más de una vez estuvo a punto de realizar.

Eran las cuatro cuando el jefe, sudando alcohol y hecho una furia por la última derrota, ordenó que se trajera al giro, provocando la apuesta más gorda del día. Zurita estaba prevenido para el caso, y apercibió un colorado en el que tenía la más completa confianza. Hubo gran ruido, gran voceo; las apuestas se cruzaron por todas partes. El giro parecía como el legítimo representante del Salado contra Río Chico, y la lid fue asunto de amor propio y casi de amor patrio.

La lucha tuvo peripecias: el giro volaba alto y la navaja hendía el aire a rápido golpe sin tocar al adversario, que parecía esperar, agazapándose, a que su enemigo se fatigara. El giro se detuvo al cabo, picando la tierra, mientras alrededor de su cresta encendida formaba con las plumas del cuello un cerco de oro; parecía provocar y calcular a la vez. Repentinamente se lanzó sobre su enemigo, abriendo poco las alas, casi sin volar; echó atrás todo el cuerpo y sus dos espolones se cerraron sobre el riochiqueño con terrible fuerza.

Un grito unánime se levantó del palenque: el colorado estaba mortalmente herido. El giro acometió otra vez, y luego otra y otras muchas, ciego, sin cálculo, como vencedor novel e imprudente, mientras el colorado retrocedía tambaleándose hasta pegarse a la valla. Ya iba a caer, ya los saladenses se disponían a invadir la plaza cuando el riochiqueño, haciendo un esfuerzo supremo, saltó sobre el giro y le asestó un golpe. El herido dio un paso atrás y cayó muerto; el colorado pudo llegar junto al vencido, se echó sobre él y murió sin una convulsión, tranquilo, quieto.

El vocerío aguardentoso y rabioso estalló en el patio con algazara infernal, sin que pudiera distinguirse una voz de la otra; la gente se apiñó dentro de la valla, alzando mil disputas que amenazaban concluir por las vías de hecho cuando una voz, sobreponiéndose a todas por el timbre chillón y por el acento de ira, gritó en medio del grupo:

-¡Don Santos! ¡Don Santos! ¡Don animal! ¡Que sale la procesión!

Y cuando Gilda dijo la última palabra, ya estaba al lado del jefe; le tomó por la solapa de la chaqueta y sacudiéndole con nerviosa energía, le gritó en la cara:

-¡Se están burlando de usted! -¡La

proce...!

-¡Está en la plaza! -interrumpió la vieja echando espuma por la boca.

-Pues de mí nadie se burla -exclamó Camacho.

Y mientras salía de la valla rompiendo con dificultad el grupo compacto de jugadores, Hernández, Zurita y los riochiqueños, todos lanzaban exclamaciones de indignación fingida y animaban al jefe contra aquel desacato de la ley, para desviar la cólera de don Santos, que amenazaba descargar sobre ellos.


VIII


Tras de don Santos, a quien daba agilidad la ira, salieron un centenar de personas, entre las que iban el secretario de mal talante, Zurita y los demás funcionarios del distrito que estaban en el palenque. En el camino Camacho encontró al administrador de la hacienda Las Bocas, que venía caballero en un hermoso prieto, machete a la cabeza de la silla y reata en los tientos. Hizole desmontar, subió sobre el brioso animal y, oprimiéndole los ijares, le hizo lanzarse a galope.

La procesión había salido del cementerio y caminaba con paso lento sobre la plaza. Allí iba el palio; allá las columnas de humo blanco precedían a san Miguel; el arcángel se movía de uno a otro lado, como cojeando, por el paso irregular de los que le cargaban. Varios angelitos le seguían de cerca y mucha gente formaba cola a su espalda, con la cabeza descubierta y en actitud respetuosa y humilde.

Las ventas se suspendieron en la plaza, el vocerío de traficantes y ebrios se apagó súbitamente; todos se quitaban el sombrero y muchos se ponían de rodillas. Los comerciantes estaban en las puertas de las tiendas, en mangas de camisa y descubiertos. Los Angelitos pensaron primero no asomarse, pero después cambiaron de dictamen, buscaron sus sombreros, se los metieron hasta las orejas y se salieron hasta las columnas del portal.

Chapa y Cabrales estaban con ellos, participando de su indignación al ver así pisoteadas las Leyes de Reforma, como decía Pancho Ángeles; ultrajada la dignidad del partido que las sostuvo con su sangre y escarnecida la memoria de los mártires que murieron por ella. Los nombres de Juárez, Degollado y Ocampo sonaron allí más de una vez y mientras Pancho lanzaba centellas en un discurso, Juan, que era de carácter durísimo, se sentía malo y escupía bilis. En un instante se dijeron mil cosas contra aquel jefe político sinvergüenza, consentidor y tonto, que tal vez por unos cuantos pesos se hacía guaje. No se respetó la vida privada de doña Nazaria; se puso en la picota al cura; se murmuró del alto comercio, todo en frases cortas, incisivas, sangrientas, que dejaban a Pancho Ángeles una pausa de corchea que necesitaba para comenzar un discurso, que al fin rompió con estas o parecidas voces:

-El pueblo estúpido se arrodilla. ¡Bien merece lo gobierne un Camacho! ¡Tres años de sangrienta lucha para...!

-¿Qué pasa? Miren ustedes -interrumpió Cabrales.

-Es don Santos.

-Estará borracho. -

Ahora se arma. -¡Ahora,

bruto!

Esta exclamación provino de que don Santos penetró a la plaza a galope tendido y sin moderar el paso de la cabalgadura se echó entre las vendimias, se llevó de camino un puesto de dulces, volcó una mesa cargada de botellas y arrolló a tres o cuatro indígenas, que rodaron por el suelo.

Vieron los Angelitos que don Santos se detenía, cerrando el camino al palio; que hablaba haciendo ademanes muy fuertes y que la cola de la procesión y las gentes de la plaza le rodeaban en un momento, en actitud amenazadora. Los comerciantes del portal viejo se metieron dentro de los mostradores.

Algunos hombres del pueblo alzaban los puños y los enseñaban al jefe, lanzando palabras de amenaza, y aunque don Santos parecía dar órdenes, la procesión continuaba

igual, de suerte que podía adivinarse que no encontraba su autoridad una obediencia muy fácil.

Los quince hombres de la guarnición pasaron por la tienda de los Angelitos a paso veloz y se abrieron camino hasta llegar a don Santos. A la voz de éste, las culatas de los fusiles descargaron sobre las gentes más próximas y enseguida toda la procesión se puso en marcha, pero ya sin orden, en medio de algunos gritos y tomando el rumbo de la casa municipal. Los Angelitos seguían observando el movimiento, mudos, atentos; y pudieron ver que, abierta la puerta, la multitud se contuvo en sus dinteles merced a los golpes que los soldados descargaban. Entraron después cuatro o seis personas, después san Miguel, enseguida los angelitos que le acompañaban y al último los soldados, detrás de los cuales la puerta se cerró, para dejar abierto sólo el postigo, guardado por un centinela.

Casi al mismo instante, Zapata llegó corriendo a La Esperanza en la Honradez.

-¿Ya saben ustedes? -preguntó.

-Cuenta, hombre, cuenta.

-El cura preso y condenado a veinte días de arresto o cien pesos de multa.

-¡Bueno!

-¡Magnífico!

-El santo, preso también.

-¡Muy bueno!

-A doña Nazaria le dio un ataque de convulsión. Ahí se la llevan a su casa. Le dio a Hernández veinte pesos por que dejara salir la procesión y permitiera los repiques.

-¡Ese pillo!

-La verdad -dijo Cabrales-, que ahora sí la hizo bien don Santos.

-¡De veras! -exclamó Pancho Ángeles con ingenuidad.

Pero luego se arrepintió del elogio y añadió con mal humor:

-Pero siempre salió la procesión. Es un bruto: debía de haberlo impedido. -Y puso preso a san Miguel -añadió Juan, bailando como títere.

-¡Ahí está: si es un animal!


IX


En efecto, doña Nazaria cayó en cama, porque después de las convulsiones que le atacaron en la plaza se le clavó un dolor en el vientre, que no le dejaba movimiento libre. Pero no podía abandonar al bienaventurado que padecía en la cárcel, y por medio de su comadre Agustina comenzó sus gestiones.

El Salado era todo lenguas para hablar del asunto. Corro en la tienda de los Angelitos para celebrar el arresto del cura, censurando sin embargo al jefe; corro en la jefatura para elogiar a don Santos y para aplaudir a Hernández, que tan oportunamente había ordenado la salida de la guarnición; corro en casa de don Andrés Pinto, estafermo del cura en los legados para la Iglesia, para declamar contra el impío y llamar sobre su cabeza las maldiciones del cielo.

La gente del pueblo, irritada al principio contra don Santos, comenzó por contenerse a la vista de quince fusiles viejos y casi inútiles, siguió por retirarse de la casa municipal y concluyó por olvidarlo todo, volviendo a las mesas de licores y al juego de las tres cartas.

Pero en la casa de doña Quita se trabajaba con actividad. Doña Quita, hermana del cura González, ya difunto, que vestía siempre de negro, iba a misa todos los días y comulgaba cada domingo, recibió enseguida la noticia del escandaloso suceso, enviada por doña Nazaria entre grito y grito y mientras le ponían una cataplasma de malvavisco y clara de huevo sobre la parte dolorida.

Agustina anduvo toda la tarde convocando viejas de parte de doña Quita, y aquella misma noche se acordó rezar un rosario, hacer una promesa al arrestado arcángel, con tal que permitiera la salida del cura y la condenación eterna de don Santos, y se nombraron comisiones para recoger donativos en el comercio y entre los agricultores e industriales para reunir los cien pesos de la multa. Porque el bienaventurado del padrecito ¿de dónde había de sacarlos? ¡Qué noche iría a pasar el bendito hombre! Un cuarto pestilente, lleno de pulgas, sucio, asqueroso. Le llevaron la cena de veinte casas diferentes, le ofrecieron dieciocho camas, querían acompañarle cincuenta fieles de los dos sexos, pero por orden de don Santos entró una cena, entró una cama y no se permitió la entrada a persona alguna.

Apenas amanecía cuando las comisiones comenzaron a desempeñar su piadoso encargo. Cuando las tiendas se abrieron doña Quita en persona, encargada con otras dos señoras de pedir a los comerciantes, recorrieron los establecimientos, excitando los sentimientos religiosos de patrones y dependientes. Cuando concluyeron de andar por el portal nuevo tenían derramada la bilis y las orejas coloradas. Pancho Ángeles les había dicho una grosería, otros una broma pesada, y el que más les ofreció cuatro reales. ¡Oh! Aquella gente iba a arder en los infiernos, y ellas se alegrarían mucho.

¡Qué diferencia cuando entraron en el portal viejo! Con excepción de don Serapio Cruz, cuya tienda pasaron en blanco, todos dieron con buena voluntad, aplaudiendo el celo religioso de las buenas señoras. Eso sí, no hubo uno que no recomendara la reserva.

-Les encargo que digan que yo no quise dar un centavo -les dijo Pérez Soto.

Y puso cinco pesos en la mano temblorosa de doña Quita.

Es un bandido -murmuró Muñoz-; pero a mí no me gusta meterme en nada. Háganme favor de contar que les di una peseta por quitármelas de encima.

Y les dio cuatro duros.

Entre una y dos de la tarde las comisiones estaban reunidas de nuevo en casa de doña Quita, y habían vaciado sobre la colcha de la cama los pañuelos en que venían los óbolos. Mientras cada cual hacía el relato de las penosas dificultades que había tenido que vencer, una docena de manos descarnadas apartaban las monedas clasificándolas, medio indispensable para poder contarlas sin error. Hubo, sin embargo, confusiones al hacer la suma total, hasta que vino a ponerse en claro que ascendía a ciento veintidós pesos y algunos reales.

Mil bendiciones, mil alabanzas hubo allí para san Miguel, a quien desde luego se atribuyó el resultado de la colecta. La alegría no tuvo límites; y cierta vanidad de victoria se levantó en aquellas almas, que creyeron compartir en cierto modo la corona del martirio que admiraban en la cabeza resplandeciente del cura.

¿Y qué hacer con los veintidós pesos sobrantes? Una quiso que fueran dedicados a la reposición del camarín de san Miguel; otra opinó por una función solemne en acción de gracias; la tercera quería que se gastaran en flores y música para el regreso del cura a la iglesia. Pero doña Quita cortó las discusiones.

-Lo mejor es -dijo con voz de mando- que se entreguen al señor cura, para que él disponga de ellos como mejor le parezca. Él sabe mejor que nosotras lo que conviene en cada caso.


X


Sin embargo, el cura no fue puesto en libertad aquel mismo día, porque a don Santos no le dio la gana, y porque juzgaba que todavía era una burla para su autoridad el que el preso quedase libre mediante el pago de la multa. Y quizá llevara adelante por tres días más el encierro del cura a no meter la cola Hernández, convenciendo al jefe de que la multa les dolía a las beatas y gentes más que al cura el arresto por quince días.

Mientras tanto doña Quita no descansaba ni doña Nazaria se perdía todo el tiempo en unturas y friegas. Cada hora que corría aumentaba el fervor de la primera y las enconadas iras de la segunda. Recorría la vieja las casas de sus más ardientes correligionarios para alimentar su adhesión al cura, a la Iglesia y a san Miguel, y su voz encontraba eco en todas partes cuando pintaba al sacerdote comido por las pulgas de la cárcel y al santo metido en aquella pestilente atmósfera, en aquel lugar inmundo, de continuo ocupado por bribones borrachos. Doña Nazaria, más valiente y más exaltada que la vieja, hablaba con vigor, casi con elocuencia, a cuantos iban a visitarla, de los herejes, de los impíos enemigos de la Iglesia, vendidos a Satanás, que metían a la cárcel a un sacerdote que está consagrado y a un santo que está bendito y representa a un ser celestial. Don Santos estaba excomulgado y debía ser quemado vivo; nadie debía saludarle ni dirigirle la palabra ni obedecerle, ni aun mirarle, sin incurrir en excomunión.

Y estas ideas cundieron por el lugar en pocas horas, hallando aceptación en la mayor parte de las familias y exaltando principalmente los ánimos femeniles. Los hombres del pueblo formaban por la noche grupos en las esquinas, en donde se hablaba del asunto con calor; las madres lo contaban a sus hijos; las mujeres excitaban a sus maridos a no consentir que de aquel modo se ultrajaran las cosas sagradas. Y de todo ello, reunido y

amasado en la atmósfera, se formó ese runrún indefinible que no se explica pero se siente, y que anuncia el malestar de un pueblo.

A las diez de la noche, ya muy aliviada de su dolor, doña Nazaria rogó a Chuca que tomara la pluma para escribir una carta. Una idea luminosa había ocurrido a su mente, que aprobaban con gran calor los exaltados que aún estaban al derredor de la viuda: un extraordinario.

¡Un extraordinario! La idea no podía ser mejor. En ese mismo instante mandaron por Andresillo, siempre dispuesto a caminar mediante una buena paga. Tenía caballos de aguante y podía partir a las doce de la noche.

-Hoy 30 -calculaba la viuda mirando las vigas y contando con los dedos-, mañana 31… El día 1º a las diez de la mañana recibirá mi carta la señora doña Juanita. Usted Pinto, escríbale al gobernador y vaya ahorita a ver a don Teodosio y su cuñado, que escriban también. Doña Juanita que es tan buena, tan religiosa y que me atiende mucho, nos ayudará.

Y como se pensó se hizo; a las doce de la noche Andresillo tomaba a buen trote el camino de la capital, mientras El Salado mal dormía en medio del runrún que se mecía en los aires.

Don Santos no era hombre que sintiese las cosas de la atmósfera, y aquella noche cenó en casa de Luisa con buenos sorbos de aguardiente. Pero Hernández tenía olfato delicadísimo y olió aun la salida del extraordinario. No quiso decirlo al jefe, temeroso de que de allí tomara camino para un disparate de los suyos, pero escribió una comunicación, hizo que don Santos la firmara, agregó una carta suya para el secretario del Gobierno y mandó ambas cosas a la capital en la mañana del 31.

Entonces fue cuando Hernández hizo creer a Camacho que las cucarachas, como él les decía, lloraban a lágrima viva sobre sus cien pesos, mientras el curita se estaba sin cuidado en la cárcel, conforme con sufrir los quince días de la sentencia. Había que darles por donde más les doliera, y los cien pesos no vendrían mal para algunas reparaciones que necesitaba el local de la jefatura.

-Pues cójalos -acabó por decir don Santos.

Pero cuando Hernández, dándose prisa para conjurar la tormenta, iba a retirarse para recoger el dinero, el jefe añadió:

-Pero mire, Hernández, no me saque al curita en procesión, porque lo vuelvo a meter con todo y beatas.


XI


Hernández procuró que don Santos se fuera a comer a la casa de Luisa, para que no tuviera ocasión de ver la salida del cura, pues ya alcanzaba que no podría contener y reprimir el entusiasmo de las gentes.

Por mucho que hiciera, no pudo evitar que a las dos de la tarde, cuando se dirigió a la casa municipal, hubiera un gran grupo esperándole a la puerta. Allí estaba doña Nazaria que, restablecida por completo, se había echado encima los trapos de cristianar, con su cara de viuda fresca y sus cabellos negros y apretados. Doña Quita y las demás señoras le cedían la presidencia sin resistirse. Todos los semblantes estaban alegres, pero un gesto forzado en los ojos y el entrecejo demostraban que las lágrimas estaban apercibidas para el momento oportuno.

Cuando la puerta se abrió y el grupo de hombres y mujeres se precipitó dentro del cuarto, el padrecito Dieguez estaba sentado en la única silla, con el breviario en la mano y en actitud beatífica. Doña Nazaria se abalanzó hacia él, le tomó la mano, se la besó y rompió a llorar como una criatura. Tras ella fueron las demás, y en un momento hubo dentro de la cárcel un coro de gritos y sollozos.

El padrecito se levantó los anteojos, luego que el besuqueo se lo permitió, y se enjugó las lágrimas con el pañuelo. Se perdía en el grupo, pues apenas era tan alto como doña Nazaria. Tendría a lo más treinta y dos años; mofletes llenos y de buen color, como de quien ha vivido siempre a su gusto; nariz levantada y picudilla; labios gruesos y ojos de gran vivacidad, que refrenaba difícilmente a fin de poner las miradas al servicio de su ministerio.

Allí se le dijeron mil cosas; las alabanzas y las expresiones de cariño, de respeto y aun de adoración se encontraban en el aire y llegaban juntas a sus orejas. ¡Qué heroísmo! ¡Qué abnegación! ¡Y pedía por sus verdugos! ¡Y no tenía para ellos una gotita de rencor! ¡Qué bueno y simpático!

El padre Dieguez, bajos los ojos y las manos sobre el pecho, apretando el breviario, sonreía modestamente; y cuando doña Nazaria pudo preguntarle cómo había podido soportar el hedor y la humedad de su prisión, él contestó dulcemente:

-Me hicieron el favor de traer, para hacerme compañía, a mi santo arcángel. Admiraron todos la respuesta con grandes exclamaciones y enseguida se determinó la marcha. Los hombres tomaron al arcángel en hombros, los niños a los angelitos y las mujeres rodearon al cura. Y cuando salieron a la plaza, más de doscientas personas los esperaban; los recibieron con aclamaciones y acompañaron al cortejo hasta la iglesia.

Hernández, que había sido muy bien tratado por todos, se dirigió a la jefatura y al llegar a ella oyó algún grito subversivo, que fue acogido unánimemente por el grupo de fieles.

En el templo continuó el llanto, en el cual tomaron parte mayor número de personas. Doña Nazaria iba de unas a otras para pintarles a lo vivo los padecimientos del santo varón y procurar encender el odio contra el verdugo, contra el impío que pisoteaba los santos, insultaba al bienaventurado padrecito y que había jurado meterse a caballo en la iglesia a la hora de misa y llegar hasta el altar mayor.

Después, vuelta a su casa, se le antojó decir, platicando con Pinto:

-La sinvergüenza esa tiene la culpa de todo. Ya él no se acordaba de la procesión, pero ella mandó a la vieja puerca que le fuera a avisar, y como él se deja de las dos y poco falta para que lo ensillen…

Y Pinto se lo contó esa noche a su mujer, y su mujer a la comadre Natividad, y Natividad al sargento de la guarnición, y el sargento se lo dijo a Luisa a la mañana siguiente:

-¡Ajá! -gritó la regordeta al oírlo-. ¿Conque eso dice? Pues es la verdad, y lo que falta todavía, porque he de tener el gusto de meterla a ella en donde se me antoje. Eso es lo que le arde y le arderá más, porque yo la tengo aquí…

Y dio tres patadas en el suelo, mirándose el pie.

Del sargento vino el cuento agrandándose hasta Agustina, al través de tres personas más, y Agustina voló a casa de la viudita para referírselo.

-¿A mí? -dijo doña Nazaria roja como un pimiento-. ¡Ya quisiera la india cochina! Por su gusto nos mandarían a todos como carneros, pero al cabo que están muertos de hambre y con nuestro dinero los mandamos nosotros. Metieron al pobre padrecito en la cárcel y nosotros lo sacamos. Ellos se cogen el dinero y esos cien pesos se los regalamos para que esa desgraciada se vista. ¡Muerta de hambre! Ya sabemos que con cuatro reales hace uno de ellos lo que quiere y que le sirven a uno como criados.

Y dijo otras cosas; y puso a don Santos como trapo de fregar; y dijo que cuando quisieran comer fueran a pedir la limosna a ella, que tenía algo para mantenerles el hambre a Luisa y la vieja de su madre.

Dos horas después Luisa tenía conocimiento de cuanto había dicho la viuda, y de mucho más que la relación fue recogiendo en el camino, de bocas que recorrió antes de llegar a la casuca de junto al río.

La Luisa se puso furiosa y la tía Gilda estuvo a punto de arañar al sargento mismo. Salieron de aquellas bocas cosas que no son para dichas; Luisa no pudo cenar porque le vino una basca atroz, que le obligó a acostarse. Gilda mandó pedir hojas de naranjo a casa de todos sus parientes del lado del río, mandándoles decir que Luisa estaba muy grave, y el sargento se fue a buscar al jefe por orden de la vieja.

Los parientes se reunieron y cuando don Santos llegó, una docena de mujeres del pueblo, amargas de condición como Gilda, corrían por la casa, del cuarto de dormir a la cocina y de la cocina al cuarto; unas preparando una bebida, calentando trapos otras, aquella buscando una taza, ésta el azúcar y todas atropellándose, armando ruido y dando a la basca de Luisa las proporciones alarmantes de un caso desesperado.

Cuando llegó el jefe político, persistieron todavía cinco minutos en aquel movimiento incesante, mientras él se acercaba a Luisa, que fingió no poder hablar de corrido. Después todas le rodearon, y hablando a la vez, sofocadas y llenas de indignación, le decían:

-Esto no se puede aguantar.

-Si no venimos tan pronto, se muere. -

Usted debe ver qué hace.

-A esa mujer le va a costar la vida. -¡No tiene vergüenza!

-Está muy engallotada.

-Dice que usted está muerto de hambre desde que ella no le da de comer. -

Dice que Luisa come lo que ella le dio a usted.

-Que usted es un sinvergüenza y Luisa una…

Media hora gastó don Santos en oír la relación de lo que la viuda había dicho y de lo que ni había pensado; media hora que empleó también en dar patadas en el suelo, porrazos en la mesa y palabrotas al aire. Y cuando ya le tuvieron con toda la sangre, es decir, con toda la brutalidad en la cabeza, le abandonaron a sus propios instintos, los cuales le hicieron salir de su casuca y caminar aprisa con rumbo a la casa de la viuda.

Pero era tarde. El demonio seguramente le había dicho a Pinto lo que pasaba en la casa de Luisa: comprendió el peligro y corrió a prevenir a doña Nazaria, la cual, persuadida por el representante del cura, dominó sus primeros instintos, que le aconsejaban afrontar los acontecimientos, y salió de su casa, dejando en ella de guardián a Pinto.

Cuando don Santos entró en la casa y comprendió la burla, su cólera traspasó los límites de la ordinaria brutalidad del jefe. Vaciló éste un instante, como si no atinara de pronto con la mayor barbaridad posible; tomó una silla y la destrozó de un porrazo; luego hizo añicos el retrato al óleo de Varguitas, que colgaba sobre el marco de una puerta; y

como Pinto formulara una débil protesta, le dio tres bofetadas, le agarró por la nuca y le arrastró calle arriba.

Al día siguiente una sensación de susto recorrió todo El Salado, como el frío nervioso del miedo recorre el cuerpo del chico travieso a la proximidad del castigo: Pinto, el humilde Pinto, consignado al servicio de las armas, iba a ser rapado y vestido de munición.

Doña Nazaria no pareció aquel día. Había amenazas de grandes persecuciones y es lo cierto que en La Esperanza en la Honradez no hubo tertulia.

A las doce llegó de regreso el extraordinario enviado por Hernández. El Gobierno, en larga comunicación, felicitaba a Camacho por su energía, hacía de él mil encomios y le recomendaba perseverar en aquella conducta que daría por resultado el prestigio de la autoridad y el respeto a las Leyes de Reforma.

Pero también recibió don Santos una cartita del secretario del Gobierno, en que le llamaba a la capital para asunto urgente del servicio.

¿Qué significaba todo esto? ¿Por qué el correo de doña Nazaria no regresó sino hasta dos días después?


XII


Doña Juana Álvarez Diego de Cruz llevaba con suma dignidad el apellido del señor gobernador, y no era escasa la parte con que contribuía a la seca respetabilidad que rodeaba


y envolvía al susodicho representante del Poder Ejecutivo. Hablaba poco, sabía poco, comía poco. No tenía relaciones en la ciudad, si no eran epistolares; negaba a sus parientes en pasando del cuarto grado. Iba a misa sólo los domingos, pero “cumplía con la Iglesia” todos los años por la cuaresma.

Era muy religiosa, pero así, con mucho decoro, según ella decía, porque hasta en los actos de la propia religión hay decoro que guardar. Miraba con grande empeño los intereses de la Iglesia, pues si bien la hacienda de Santa Inés procedía de operaciones de desamortización y era además dueña de medio convento de dominicos, todo eso lo obtuvo ella por herencia, y allá su padre había sido adjudicatario.

Ella fue la clave del asunto del Salado. Ella recibió la carta de doña Nazaria, carta que, en primer lugar, llevaba el objeto de saludarla muy afectuosamente en compañía de su apreciable familia; y en segundo, el de contarle que el señor cura estaba preso por la injusticia del jefe político: que éste había detenido a machetazos la procesión, insultando al cura y blasfemando contra el santo; que santo y cura estaban en la cárcel, con gran descontento de aquella religiosa población, y que al día siguiente el sacerdote ejemplar, el santo sacerdote pagaría una multa de cien pesos para obtener su libertad, con lo cual se quedaría cien días sin comer, porque era lo más pobre, lo más humilde y lo más desdichado que puede verse en el mundo.

La carta tenía dos pliegos y con ella venían varios para el gobernador, y un ocurso en que algunos vecinos solicitaban se levantara la multa. La buena señora no lloró por decoro, pero la lectura causó en ella profunda impresión. Aquel mismo día, después de la comida, doña Juana se encerró con el señor Cruz, que era muy grave, muy estirado y un poco tonto, y tuvo con él larga conferencia, exigiendo dos resoluciones: la primera, que se levantara la multa; a la vez la reparación de la justicia y la satisfacción por el escándalo. Ambas medidas eran necesarias y urgentes; había que dictarlas pronto, inmediatamente.

El gobernador no podía resistir a las exigencias de doña Juana, pero vacilaba en aquel trance. Se acababa de recibir una circular del señor Romero Rubio, recomendando mucho celo en el cumplimiento de las Leyes de Reforma. En realidad, Camacho era un necio que no sabía arreglar las cosas; lleno de exageraciones ridículas y amigo de hacer alardes tontos que no conducen a nada. Pero el paso estaba dado y el remedio debía buscarse de otro modo. En fin, él ofrecía procurar, prometía corregir, se obligaba a arreglar…

Nada. ¿Qué le importaba a ella la circular del señor Romero Rubio? ¿Ni qué le importaba al señor Romero Rubio la procesión del Salado? Que se había de revocar lo de la multa. Desgraciado sacerdote que se quitaba el pan de la boca para pagar injustamente una cantidad que no tenía. Que había de ser destituido el don Santos Camacho, para satisfacción de las buenas gentes de aquel pueblo.

Al fin el señor gobernador halló medio de arreglarlo todo. Fuese a palacio al siguiente día, firmó la comunicación llena de encomios y felicitaciones que se dirigió a don Santos; acordó “no ha lugar” a la solicitud de revocación de la multa, y por otro lado mandó que, con cargo a gastos extraordinarios de guerra, se remitieran a Pinto cien pesos, a la vez que recomendó al secretario que llamara al jefe político, por carta particular.

Cinco días después don Santos estaba en la capital, esperando con ansia que se le dieran órdenes para volver al Salado; pero los asuntos graves del servicio a que aludía la carta que recibiera no llegaron muy pronto a su noticia, y cuando una mañana, cuatro meses después, el ayudante avisó al gobernador que don Santos esperaba en la antesala, como todos los días, Cruz se volvió al secretario con ira de fastidio, diciendo:

-¿Sabe usted que nos hemos sacado el elefante?

El secretario se detuvo a pensar unos tres minutos, y con aplauso de Cruz resolvió la dificultad: se reconoció a don Santos el grado de capitán primero y se le consideró en el departamento de jefes y oficiales.

Se ignora si ascendió o descendió, pues no se sabe a punto fijo si esta posición es más alta o más baja que la de cualquier cosa en el escalafón de la guardia nacional del estado.


XIII


Esto es todo lo que pasó en El Salado. Tal vez sea sosa esta relación, pero yo no tengo la culpa de que en El Salado no pasen cosas estupendas.