Carpintero
Para que se lo digas si ves a la luna,
para que me mire la hierba construirlo,
hago este poema, Tuxtla,
en el llanito de Colón, allí mismo
en donde vive el maestro carpintero
que lava su casita y me lo cuenta
mientras busco el ruido que murió en una tabla
y el frío de una gallina
durmiéndose preñada.
Es amigo mío de hace mucho este obrero.
Desde entonces usaba ese bastón el viejo.
(Tú lo sabes, Lucero, novia mía, desde la vida,
desde donde dejas la música temblando).
Maestro, le digo, es usted un hombre
para acá y para allá;
y él se pone más serio
que su bolsa remendada saliéndole del saco,
que su silla consentida cuando bebe,
que su risa de carpintero viejo
con casi un siglo de estar clavando el tiempo.
Yo con veintiún años entonces no me quiero.
Le veo su edad.
Le digo otra vez: maestro,
sabe, me apena, a usted no le merezco.
Y él me mira tan triste que espanta su mirada
a la noche que pasa agitando el sombrero.
En ese momento una ventana
se despierta
pidiéndonos agua. Nos miramos
y vamos los dos a sacarla del pozo.
Para que se lo digas, Tuxtla,
a esas estrellas ardiendo sobre ti, terribles,
a esa canción saliendo de las piedras que piso,
a esta hora con agujas, costurándome,
a esa botella que tiene sed,
a esa bujía apagándose en un poste
como es ya su costumbre si oye pasos,
termino este poema, triste,
como un pan que tropieza con una guitarra
y la suena. Y luego…nada. El pueblo.