Quiero que se entienda en este planeta


“Quién sabe si tornará

a subir desde lo hondo

de su noche.”

M. PROUST

Quiero que se entienda en este planeta

donde tú viviste, niño negro,

junto a caballos que entran a bañarse

al río donde tu sangre va corriendo:

que mil años no son suficientes

para sumar tu calavera.


Quiero que se entienda

hoy que todavía no es tarde

en tu balcón lastimado:

que no te pudrirás en tu traje de muerte

sin que antes no se llene de protestas la tierra.

Quiero que se sepa entre tanto asesino

que hay una estrella ardiendo

en la tumba del negro.


La luna no te espanta,

pequeño, ni los perros que ladran,

porque las estrellas te cerraron los ojos.


Duerme bien, no despiertes

si el gallo

sentado en el tronco de la madrugada,

o el cuerpo del agua, rompen tu camisa.

Yo quiero hablar contigo, ¡Oh, niño!

con tu silencio herido, vigilado.


Estoy pendiente del invierno.


El frío quiere comerte

porque no hay mariposas que perfumen tu boca,

porque los que viven allí,

así lo ordenan

cuando tus quejidos

escriben cartas rotas a los negros sin sueño.


Hermano Till, comprende

si el viento no te lleva

cuando el crepúsculo entra a ponerte zapatos

desde las residencias, el llanto de los lirios.

¡Allí solo te escupen, Ángel nuevo!

Tus cabellos de sangre no entran

a temblarles el alma…

Nada pasó allí ¡nada!

La muerte no se ha visto en los hoteles

y la luna es la misma

que las vacas menean.


La lluvia no te encuentra al abrir tu ventana

porque un niño negro ha robado tu cara.


Este poema lo pongo en tu mortaja.

Lo escribo a los que ahogan ruiseñores

en las torres de la Unión Americana.

Y un caballo en seguida va a enseñárselo al mundo.


Ya no cruzan tus pies por las húmedas calles,

pero tu pañuelo va aumentando palomas.


Tu pelo

es más hermoso al lado de los árboles

y en la tarde,

en tu ventana nos llama tu tristeza.


Dios te encienda

en la noche

con las piedras más altas

para que tus amigos, como antes,

al llamarte te encuentren.


viento al hombro


I


Los poetas negros ¡Silencio! Los poetas negros.

Los poetas blancos ¡Silencio! Los poetas blancos.

Había cumplido un millón de gritos.

Los gallos viejos sospecharon algo

cuando echaron del cielo al planeta Lorenzo:

Evidentemente, su corazón pertenecía al mundo.


II


Murió de muerte.

De ganas de vivir leyendo el cuerpo.

Después de un pobre perro

a quien le hedía de noche el cráneo.

Su cadáver

fue sorprendido sacándole el sudor

a un esqueleto próximo, a empellones.


III


Pañal de tierra vuélvase la risa.

Llore el viento a todos sus cadáveres,

acuéstese la nieve sobre el tiempo.

No supe nunca cómo se llamaba.

El maíz exija su amistad de sombra.


IV


Los poetas negros ¡Silencio! Los poetas negros.

Los poetas blancos ¡Silencio! Los poetas blancos.

Las oficinas aplaudieron una vez,

los millonarios aplaudieron tres veces.

¡Silencio! ¡Silencio! ¡Silencio!


con el agua que pasa


Ninguno que esté muerto

tiene ninguna importancia,

no tiene árboles ni aire.

Juega solo… escondido

con el agua que pasa,

también muerta, en el río.

Los que murieron de hambre

duermen con raros ojos.

Los que murieron viejos

ya estaban muertos antes.

De silencio a silencio

recuerdan sus espejos,

se aprietan la corbata

sobre un traje sin cuerpo.

Con el agua que pasa

van ojos agrupados.


reunión


Ya están los de sombrero.

Tirados en el suelo la leña los dibuja

y dice, “esto va bien”. Y se retira.

Los del suelo le piden volver,

y ya no vuelve. Visita a la noche.


Un toro pasa

escandalizando con sus cuernos.


En la orilla del monte

hay cedros dolorosos pegándole al domingo.


¿Cómo son los que no oyen desde abajo?

¿Dónde están los que sabemos

que están solos, por el patio,

ahorcando sastres de humo,

queriendo, carcomidos, dirigirnos?


El viento que regresa halla al que asesinaron,

y se va por la noche, preguntando angustiado.


La muerte no te deja andar,

Y huye dando brincos con su overol humilde.


Su cadáver parece una punta de lanza.


Una candela alumbra la casa de la peste.

Aquí cerca,

las polainas de los jefes

en el casamiento del soldado,

suenan.


Adelante se para un cuervo.

Un limón le ha saltado la pared a una rama.


Ya están los de sombrero.


Cerca del tanque me hablan

y yo les doy mis ojos

como al pez que salta.


Me asusta la paz que tienen los petates.


Quiero contarlos,

pero todos quedan oscuros por el crepúsculo,

y no puedo.

Nos toca perfecto el viento

que baja de los cerros

buscando peones muertos,

marimbas sonando para novios ciegos,

y cirios adentro de los templos.

Anuncia que los héroes vigilan;

guardados por el tiempo, necesitan

nada más escuchar para que salten.


Esta vez no asesinan a nadie, compañeros.

Aquí se paran esos crímenes.

No hay ladrillo que no salga a seguirlos.

Aquí los detendremos.

¡Muéranse de noventa y sordos todos!

¡Muéranse de sudar andando en camiseta!


El pino viejo

estudia fijamente su alarido.


Un carbón apunta algo.

Le preguntan los grillos pero no les contesta.

¡Si pudiera elevarse sería estrella!


Salen unos hombres de mi casa.

Estuvieron conmigo

preparando las sombras de la noche;

alumbrada con leña poderosa

para que conociéramos juntos el fuego de América.

Llegaron a escucharnos varias nubes,

sentándose también en el zacate.


Hablaron unos hombres en el patio

de mi casa en Chiapas:

Es importante avisar a las montañas,

devolver con el humo sus recados.


Que queden los machetes vigilando.


salen de chiapas


Fían estiércol, orinan conmovidos, venden miedo.

Luna fría les cae, pus verde. Los pide el infierno.

Míralos bien, encarcelaron a tus hijos;

los mordieron, hasta que el odio nuestro

llegó, como la música, a quemarles.

Primero entró el abrazo a verles, la voz de la ceniza,

el plato, la cabecita de niño, la hoja

larga del amor… viste que se iban al baile.

Que ordenaban al hierro silencioso y triste,

seguirnos a la escuela a donde nos metíamos

a olvidar, a la cocina

en donde la muchacha caldera nos recitaba.

La furia llevó hasta ellos perros que los despedazaron.

Ahora piden que los dejes pasar.

Míralos bien, son más espantosos

que el aullido de la muerte adentro de la niña,

que la oscuridad entrando en el convento,

en la casa del viudo,

en los ojos del cura espiando a un matrimonio.

Otros asesinos como ellos

cuidan, en alguna nación

en invierno, su cara de la nieve;

la protegen con toallas honradas que protestan

pero llevan los bigotes llenos de plomo

para comprar hasta el crepúsculo del mundo.

Hasta la conversación del mar en las costas.

Esos mismos, con una breve diferencia

menos de estupidez, se van ahora

de ti, Chiapas, mi tierra.

Donde estuvieron un puño de volcán combate.

Apesta su camisa, no la toques.

Que no te engañen quiero.

Que los coma la selva majestuosa.

Esos mismos, salen de ti ahora,

cuidándose sólo de ciertos perros con mal carácter

despiertos todavía, viendo.

Déjalos ir, pero que te devuelvan

el caballo robado en el incendio, la campana

que te despertaba, la mano de maíz, creciendo.

El pecho oloroso del jardín, el tronco

sobre el que escribías a la libertad mientras reposabas.

La paz del mecanógrafo pobre que trae sangre

campesina a enseñarla en el trabajo.

El vals del panadero

que lo hacía brincar como el aceite

cuando iba a visitarte a los mercados.


con agua duerme un campesino


El agua pasa junto al Grabador

y lo despierta.

Franco Lázaro Gómez, me oye.


¿Qué va diciendo al río la canoa del ahogado?

Antes de pudrirlo no lo dará el misterio.

La arena del fondo le golpea los zapatos,

su traje de talabartero honrado.


Como una cuerda viene a dar a mi guitarra

su nombre con un grillo adentro,

con oscuridad y agua;

su chaqueta de campesino con hierba

que levanto y la vuelvo bandera.


El frío se queda en la canoa volcada

con un minuto que se baja solo.


Cuerpo de escuela tiene el nuevo ahogado.


Voy a llamar al pueblo

a la cantina donde bebe en este mes de julio.


Voy a despertar la choza del zapatero,

a prenderle luz a su sueño,

a sacarlo todavía con aire de sus agujas.


Quiero que lo vean todos en su caja blanca,

que traigan lámparas como limones rojos.


Las lámparas del pueblo

arden más que una estrella,

que un barco con todas sus linternas despiertas.


Quiero que me vean luchar con el agua.

Si lo quito de la tierra

en el verano próximo comerá manzanas,

echará su tos en un saco de invierno.


¿Qué va gritando el fuego

con su alfabeto que baila como un poeta viejo,

el planeta ladrón que hunde el cuchillo,

la hora que regresa buscando a sus hijas?

¿Qué va diciendo al río la canoa del ahogado?


Un niño viene a contarle su vida


Se acerca a beberlo.


Se oye resbalar un pájaro

que ha esperado toda la noche para pertenecerle.

Va caminando un paso que no he dado.

El pueblo vuelve a su calabozo, a su cantina.

Dios sale de una puerta y llora, si se acuerda.



Como el sol estás ya sin movimiento

y nada ya de ti tiene defensa.

La muerte: Vendedora de tormento

lleva tu rostro entre la niebla inmensa.


La vida que te falta yo la invento,

mas el silencio sobre ti comienza.

Te lleva rosas a tu caja el viento

y la noche sin astros se avergüenza.


El agua que es la misma va de viaje.

Todavía está acabando tu destino

y ya encuentro gusanos en tu traje.


Tu cara: Mustio espejo a que me inclino,

¡cuánto querrá contarme cuando baje

a terminar yo mismo tu camino!


REMOLCANDO LOS RÍOS HACIA SU TÉRMINO


Remolcando los ríos hacia su término

comparto el mar contigo,

me presento de pronto como un daño,

como un reloj contándote las lágrimas,

como una honda que arroja mis ojos a tus ojos.


¿Ya estás aquí? me dices

y yo lloro,

yo desato mis ojos,

yo los alzo y los rompo contra cimas dolientes,

contra puentes que corren a tirarse en el agua,

contra dulces violines que flotan en la muerte

persiguiendo animales,

canoas que se quedaron ahogadas en la luna,

sombreros de gaviotas que carga una tormenta

y camas

que cayeron

escupiendo los ojos de ventanas vecinas.


Cabalgador del tiempo,

pepenador del viento que me ensarta los dientes

cuando muerdo la tierra para que nazca el trigo.

Curador de relámpagos,

ensartador de la ola que viene a ver sus puertos,

oyedor de jaguares en peñascos de viento:

Te abrazo con el trigo que empapa mis palabras,

te abrazo con mi risa que tose junto al fuego

como un montón de locos que cargan un eclipse.


Hay grillos sin zapatos llevándose un planeta.

Hay tumbas en la noche

que guardan los bastones de ancianas nebulosas.

Hay árboles buscando tormentas en acuarios.

Hay legiones de ataúdes cargando una batalla.

Hay tambores extraños martillando universos.

Hay féretros cansados que sacan a sus muertos.

Hay quien busca

hemorragias de ciervos que pasaron

hacia un millón de alondras volando por el cielo.

Hay barrancas perdidas

donde van los milenios a enterrarse los ojos,

a palpar al caballo que sale del desierto

con los muslos ilustres colmados de rocío.

Hay torres tan ligeras que pierden su cabeza,

que queman a los pájaros que esperan

a sus piedras.

Hay hombros tan hermosos

amarrando caballos con la cola de una hora que baila lastimada

Hay rocas que se paran cuando vengo a abrazarte,

cuando lloro desnudo exaltando a mis ojos

y tiro antorchas

de olas

que se arden en tu cara

capitán de los muertos que entierran sus espadas.

Andador de la luna ¿por qué árboles te subes?


¿Por qué balcón obscuro, por qué ángeles sin cara?

¿Por qué bordes del tiempo están tus pies sin alba?

¿Por qué nublas la noche si estalla contra un astro?


Tu cara es semejante al barco que ve al viento

pasar por sus ventanas soplándole la noche

cuando se hunde silbando con su última paloma.


Fundador de estaciones.

Cabalgador del tiempo.

Remendador del viento

en el mar que termina

por abrir sus ataúdes,

por llevar a sus rocas

a secarle los dedos,

los zapatos de una ola

que salió de la noche,

la mirada de un grillo

sobre un poste despierto

que nada ciegamente.

Cabalgador contento:

Los pájaros, las palas,

el overol de azufre

con que entra a la asamblea

de cráteres la tierra,

la cuchara del viento

comiendo un cerro muerto,

los hierros de la tierra,

los carbones, las luces,

la cabeza del eco

pasando por el eco,

el minuto que jala

la palanca de una hora,

el ladrillo cargando

su calle hacia otra calle;

todo esto, toda hierba,

todo grito, todo eco,

todo ojo que se empina,

que da contra el asombro

de otro ojo, te conoce,

te vuelve, te deforma,

te hace polvo y sonido

incontable y perfecto;

te reúne, te segrega,

te aparta a las campanas

que aporto en el espanto.

Fuera del tiempo, hijo,

padre de mi muerte,

vecino de mi ira,

ventana de este espanto,


fuera del tiempo, hilo


tu boca sin sonido,

tu olor a pan reciente

que salta como un pino,

como un puente que corre

a apagar un camino,

como una silla ciega

cuando despierta un ruido,

cuando se pierde el nombre

de una estrella en el frío.

Hijo del tiempo, hermano,

ventana de la tierra

cuando clavo la noche,

cuando pasa la noche

sin pasar;

cuando tira caballos

que te queman la boca: Recoge

esta mirada,

esta ceniza lenta,

este humilde cansancio de botarme en tus lágrimas.

Remolcando los ríos hacia su término

comparto el mar contigo,

veo tus remotos ojos, tus manos, tu martillo

clavando el pecho ronco de un alud que no alcanzas,

el soplo

del pequeño meteoro que se atranca,

y me paro contento,

y escucho caminar a la hierba por la tierra inocente,

por la boca del gallo que se come la peste.

No duermas más. No esperes

que te duerman las piedras. No saques

tus ojos

si se mete por tu delgada boca la lluvia de la tierra.

No saques tu nombre

interminable. No dejes que se extienda tu sangre

para que haya

lugar para este llanto.


HECHA POLVO DE MAR Y HECHA CAMPANA


Hecha polvo de mar y hecha campana

tañendo entre peñascos de ceniza

se corrompe tu lengua y se agusana.

El agua que te mira ¡qué de prisa


camina por tus ojos sin ventana!

¡Qué desnuda y qué muerta se desliza!

Hecho polvo de mar vente mañana,

pasajero de Dios, barco sin prisa,


pequeño niño muerto, muerto mío,

a sacarme la noche para traerte

a crecer en mi sombra como un río.


SOLO LLANTO DE TRIGO CON SABINOS


Para Mateo López sonidos de guitarra. Bolero.

Vendedor: de peinitos, de espejitos con

su cara de huérfano del mundo en el mercado de Tuxtla.


Noche:

Un niño que se llamó Mateo estira la mano obediente.

Noche: es el mes de diciembre

de este año,

un niño jorobado como una cebolla

ha muerto ahogado.

Ha muerto

ahogado a las ocho de la tierra

de un reloj que no oyó cuando seguía la calle de su muerte.


Noche: En una poza obscura,

un niño pobre

se está pudriendo solo.


Con su pequeña caja para bolear zapatos

limpia los pies del agua.


Dios es el asesino.


Que no lo esconda el agua para que vea su cara

Que lo mire en la noche cuando salga la estrella

a pasear por el bosque.


Dios es el asesino.


Dios lo llevó hacia el agua

torciéndole la noche;

torciéndole la calle para que consiguiera el mundo

que ya Mateo buscaba cuando andaba borracho.


El duende de la ceiba

Le amarra en el silencio los zapatos

Mateo no le pregunta los caminos


Mateo ya es agua, sólo. Sólo olvido.

Sólo llanto de trigo con sabinos


Mateo ya había caído antes en el agua de la vida.


Que traigan a la noche y a los hombres

y a los niños a quienes

Dios sonríe,

a los niños “decentes” a ver su herida obscura.

Si viene Dios con ellos,

que Dios y ellos escuchen

el llanto de este niño en la Poza del Cura.


Tres ranas de un sabino

ya brincan a la tierra

para ponerle estrellas a tu nombre.


Mateo López, hermano:

Aquí dejo

este poema en la noche profunda que tu nombre madura.


Pregúntale a la luna si ya puedes andar por las calles del llanto:

¡Que ya no puedo verte seguir a los borrachos

que velan tu muerte en tanta calle obscura!


Tengo abierta la noche para verte,

para enterrar mis manos en el frío

de sacarte los ojos de la muerte.


ALGUIEN MUERE DE AMOR Y NO LE BASTA


Amiga. Esposa mía. Ternura maltratada

por un lirio de vidrios que te rompe la vida:

¿Qué sordos algodones envuelven a los niños

que descienden del cielo con las alas quebradas?


¿Qué emanación, qué aroma de fétidas violetas

les pudre el sueño manso, el rosal de la sangre?

Un sol decapitado de mi infancia, despierta

la memoria de un higo. Quiero contarte cosas

mientras afuera el día camina entre las hojas.


Quiero que oigan, alguna vez, tú y mi hijo

y la sangre de mi hijo y la que se muriera de vieja

temblando entre las puntas de mi primer pañuelo.

Quiero que me oigan el sordo cuando se haya sentado

al final de su oreja. Quiero que me oigan todos:


La piedra que no sabe su edad, pero que narra

la historia de un futuro planeta; el tiempo que camina

detrás de nuestros cuerpos y un día nos cierra el paso

sentado sobre el tronco de algún naranjo seco.


Quiero decir que quiero decir alguna cosa. Que no

puedo decirla. Que aquí estoy en tus pechos dulcísima

señora. Que ya no puedo más y que éste

será el último amor que escuche el mundo.


Un niño que camina por un túnel de sangre

quiere contar su infancia.

La madrugada opaca sobre el tiempo flotante

le diluye los ojos en un alba extraviada.


Alguien muere de amor… y no le basta.


AY DEL AGUA QUE PASA


Qué soledad amarga

la de ese río tan lento

en que me voy volviendo

de tanto andar por dentro

de mi sangre en el blanco

cayuco de mis huesos.

¡Ay del agua que pasa

por tanto cauce seco!

¡Ay del que va sobre ella

mirando montes muertos!

¡Qué soledad amarga

la de mi barco al viento!


¿DE DÓNDE NACE EL LLANTO?


A mi hermano Orlando, muerto en la

montaña, entre Dios y las piedras

hace siete años.


Yo quiero preguntarte de dónde nace el llanto,

de dónde viene a darnos a los ojos esa agua

recóndita y amarga y antigua de las lágrimas.

Yo quiero preguntarte también, por qué nos lame

con su lengua salobre un mar desconocido

las orillas del alma cuando estamos a punto

de empapar con sólo una, una sola de todas

nuestras lágrimas, todos los pañuelos del mundo.

¿Acaso somos, dime, como antes hemos sido,

como siempre seremos, un largo grito de agua

en la sombra del viento, en el fondo del viento

o de la boca impura, grotesca y misteriosa

de esta arcilla que piensan que forma nuestra forma?

Yo quiero que me digas desde el tálamo seco,

redondo y aterido, donde el tiempo y la muerte

dormidos a tu lado sueñan un sueño largo

mientras tu risa rompe la boca de los nardos:

Yo quiero que me digas de dónde nace el llanto.

El llanto que nos tuerce los párpados; el llanto

que lloramos a gritos, o ese otro más discreto

que se va acumulando, que se nos queda dentro

hasta hincharnos la vida, o se va apareciendo

poco a poco, de modo que ninguno se entere

por qué cuando camina nos va sonando el cuerpo.

Yo quiero que me digas. Yo quiero que me digas

lo más alto que puedas de dónde nace el llanto.


DE TU MUERTE TOTAL ALGO ME TOCA


De tu muerte total algo me toca:

Soy como tu cadáver. Como tu oído

vacío. Como tu silencio y tu ruido,

y como el Dios alegre de tu boca.

El sol que se desnuda se coloca

en tus ojos, inmóvil. Sorprendido.

Voy a decir que sólo estás herido.

Voy a esconder el mar tras de una roca.

Un hombre como yo no puede verte,

costra de Dios, caerte, desprenderte.

Irte de ti. Volver a ningún lado.

Piedra a piedra desciendo hasta tu herida.

Sin que se mueva, el sol que te convida,

subir a darle sol al que él te ha dado.


DE LA BOCA DEL AGUA SALE EL AGUA


De la boca del agua sale el agua.

Sale un hombre a caballo, perseguido.

Sale una puerta a ver quién ha salido,

sale una calavera sin enagua.


De la boca del agua sale el agua.

Sale un oído en busca de su ruido.

Sale un traje sin cuerpo y sin sonido.

Sale una lluvia triste sin paragua.


Sale un ojo a mirar lo que me pasa.

Sale el diablo a la puerta de su casa

y todo lo que pasa le divierte.


Sale el agua del agua de ola en ola,

sale de roca en roca el agua sola

para ir a dar al agua de la muerte.


UN JOVEN VIENTO


Es inútil, no puedo convencerla. Siempre está ahí. Siempre.

¡Siempre!

Por eso digo que es inútil. Antes me resistía, probaba, inventaba mil formas de eludirla. ¡Todo en vano!

Para los que no han vivido alguna vez, aunque sea un instante su propia muerte, no puede existir la muerte de los demás. No la sienten. No tienen lengua para probarla, para untarla por entre sus muslos mansos, cuando su cimbreante cintura de humo sosiega sus urgencias. Tampoco pueden verla ni tocarla, porque nunca han visto ni tocado nada que no sea su propia imagen que rara vez se proyecta en los charcos donde chapotea la insignificancia de su vida.


Por eso la muerte es, para los que han estado en ella siquiera una fracción infinitesimal de un segundo de angustia, de indecisiones, o de esos arrebatos que su violenta atracción nos provoca en ciertas horas de ciertos días que sería mejor no recordar. Para ellos es la muerte.


Para los favoritos del terror, para los privilegiados del espanto. Para los que se meten a buscarse la vida por los ojos de los gatos, como por el agujero mayor del túnel de sus sueños interminables.


Un joven viento obscuro empuja hacia la noche los últimos fragmentos del día muerto.


La noche ha oído su silencio y se ha puesto a dormir, tranquilamente.


EL TÍSICO


Quiere el humo bajarse de las cruces, llorando.

Ha llegado otro árbol a mecer al ahorcado de anoche.

La peste observa el entierro del cordero. La paz canta en el chaleco de los tísicos. Y el fuego busca a los dormidos.

Yo soy un tísico.

Allá va el viento. Voy a ponerme a hablar de mi novia.

Ella es alegre, y sonríe delante de mí y me contenta.

Como quiere ser madre se acerca cantando para que la bese.

Parece una torre que ha olvidado sus años.

En la soledad mi alma ve crecer sus alas, agitándolas vuela al lado de

mi compañera.

Yo soy el revés de su alegría.

Pozo en patio de iglesia parezco. Residencia de tristes.

Vara de los pastores en el trigo inundado.

Pero no le manifiesto nunca mi tristeza, y apartándola de mí la distraigo “Ve, le ruego. Ve a conocer los pájaros que cantarán mañana, parados en las ramas que mis suspiros doblan” Hasta que ríe de nuevo, y el aire le trae rosas para el cabello.

Cuando el día se queja yo no quiere que le oiga.

Para que esté alegre le regalo todas las hojas que encuentro en las tardes.

Hay algo todavía de esta tarde en el último vidrio mojado de mi ventana:

El comerciante malvado que compra las manos de una niña para que

no conduzca a su padre ciego.

El borracho que pasa gritando: ¡Tontos, tontos! ¡Marzo está dentro de

mi botella!

Todas estas cosas me duelen, me obligan a toser con fuerza: ¡Pobre viga, un día no podrá más, y me echarás la casa encima!

Cuando como sombras la amo más. La busco como un barco a Dios,

antes de hundirse. La llamo con silencios que yo mismo preparo.

Cada vez estoy más delgado; parezco una nube del sur o una tórtola

ciega que aúlla golpeando las paredes.

A menudo siento amargos los labios. Creo que alguien los despegó de un ahogado, y me los puso creyendo que jugaba con él. Tal vez he bebido sin darme cuenta el llanto de todos los infelices del mundo.

Pero no sufro. No me da dolor.

Me duelen más las heridas que se hacen las gaviotas en los alambres.

Las abejas, corriendo, llevándoles miel a los que acaban de ser enterrados.



En esos momentos también me vuelvo loco, y amenazo cortar con una

navaja las trenzas de la luna.

Entonces, que ella venga y me bese quiere mi alma.

Que recoja mi sombra. Que levante mis manos.

¡Si me llamara, deteniéndome cuando corro con todos mis gritos, pegándolos en los paraguas que pasan en las tormentas sonando con furia los candados de los hoteles!

Su boca es la última mariposa aleteando dentro de la ciudad.

La que nace en las horas largas de nuestro amor.

Sal violín a decir adiós a tus sonidos.

Sal ojo a ver si ya cayó la lágrima.

Me tragaré mi alma. Aquí nada mas que en un tranvía o en un camión. Los tísicos hacen siempre lo que quieren.

Escribimos en las noches sobre las cruces a nuestras novias.

En los bancos vacíos de los parques, con los focos a un lado y con las mariposas que matamos porque nos tienen miedo.

Porque nos recuerdan que pronto seremos cabitos de Cera derretida.

¡Hasta los postes no dejan que nos acerquemos! ¡Hasta las velas!

¡Allá va el viento! ¡Qué delgado es! ¡Cómo va andando!

Última noche de año 1954.


Tercelino Aparicio vio la tierra. La tierra limpia y fresca. Al fin, después de tanta fatiga, era suya. Se la acababa de comprar a don Leocadio Ramos, con quien había trabajado desde hacía muchos años. Ahora sí me voy pa’rriba, pensó, viéndola tan suave, tan profunda, tan entregada a sus manos de hombre de campo.

En eso estaba pensando, cuando vio una pelea de gavilanes en la ceiba. Tercelino Aparicio no era hombre de creer en tonterías, no había sido nunca gente que se diera a creer en malos agüeros. “A mí que no me cuenten cuentos”, acostumbraba a decir cuando por el filo de su boca gruesa ya llevaba buen rato de estarse resbalando el aguardiente. Quién sabe qué le pasó esa vez a Tercelino, pero lo cierto fue que por su espalda sudada corrió muy hondo el miedo.

-Ahora sí que estoy fregado -dijo, mientras lanzaba los ojos a lo alto de aquel “palo”. Las ramas en donde estaban peleando los pájaros crujieron fuerte, tan fuerte que parecía que iban a venirse a tierra. Debían ser como las seis porque ya estaba entrando la noche y se empezaban a ver negras las veredas.

-Mejor es que yo jale pal pueblo. Si hubiera venido la Simona conmigo, entonces no estaría tan malo. Pero así no me quedo. Tan muy pelonas estas tierras pa que no se enrede mi alma con las raíces de algún mal palo. Mejor mañana vengo.

Esto fue lo que dijo Tercelino Aparicio mientras enfilaba para el monte. Estaba parándose de la piedra para ir a recoger su morral cuando uno de los gavilanes cayó muerto, quién sabe si de un tiro que él no pudo oír nunca, o de la misma lucha sostenida con el otro animal. Quién sabe. Esto no lo supo Tercelino ni cuando estaba muriéndose.

Más adelante se le vino el agua. Los zacatales estaban empapados. En los grandes charcos brincaban juguetonas las ranas. ¡Y tan lindas, tan frescas que se veían venir, allá entre la milpa, hacía apenas un rato las primeras estrellas! Pero así es el campo. Es mentira que se diga conocerle todos sus secretos.

¡Cómo le llovió esa noche a Tercelino! Cuando la Simona abrió la puerta se asustó de verle así. De por sí que ya había sentido miedo por los fuertes toquidos que le hicieron brincar de la cama.

-¿Quién es? -preguntó la Simona, mientras trataba de empujar la tranca con el pié desnudo.

-¡Soy yo! -oyó que le contestaban de afuera, y sintió miedo, un miedo que le bajaba de las trenzas y le corría por toda la falda.

-Soy yo, el Tercelino, tu marido. ¡Abrime Simona! -Entonces había levantado el quinqué para alumbrarle la cara. Sólo entonces sintió menos miedo. Pero en sus ojos, hondos como los charcos del campo, ya habían asomado las primeras lágrimas.

-Menos mal que sos vos.

Tercelino Aparicio se fue quitando la ropa hasta quedar desnudo. Así fue a colocar los guaraches cerca de la puerta.

-Hacé leña, Simona. Quiero que me oigás. Quiero que sepás por qué no me quedé en la milpa. Por qué es que vengo a estas putas horas del “Retiro”. Allá es que debía yo estar, sobre nuestra tierra. Me lleva la chingada. Tanto que estuvimos deseando comprarla, pa’ que me sucediera esto. Hacé leña, Simona.

La leña empezaba a calentar. Las llamas buscaron las carnes ateridas y frías de Tercelino, que había colocado su silla cerca del fuego.

-Pasame mis zapatos y mi morral. Allá están junto a la puerta. También traeme mi sombrero, pa’ que se calienten.

La mujer obedeció la orden. Luego volvió a sentarse en el mismo lugar, sobre los ladrillos colorados.

-Contame pues -dijo. Tercelino la miró. Le costaba trabajo abrir la boca.

-Hoy tempranito me fui pa’ el “Retiro”, pero estuve bebiendo toda la noche hasta que amaneció y pegó duro el sol. De allí de la cantina fue que agarré camino; por eso es que no te avisé. Me fui con don Leocadio Ramos a festejar la compra que le hice del “Retiro”. Yo ya tenía quemada la garganta de tanto tragar aguardiente, pero me entró la ansia de mirar nuestra tierra, de ver cómo estaba creciendo la milpa que sembré cuando era todavía de don Leocadio. Así fue que le dije “Ora mismo jalo pa’ allá”, aunque él no quería que yo fuera. “No seas bruto, Tercelino”, me estuvo diciendo, “no vayás solo; llevate a tu mujer, no es tuya namás la tierra. También es de tu mujer. Como juntos la van a trabajar, juntos la deben ir a ver”. “No, don Leocadio”, contestaba. “¡Ahora es que me viene usté a salir con esos cuentos! Yo no creo en esos agüeros, por eso no me he salado”. “No seas bruto, Tercelino”, me volvió a decir, “se va a enojar la tierra contigo”. Pero yo lo empujé, lo tiré al suelo porque ya me había cansado don Leocadio con tanto fregarme de que se iba enojar la tierra. Así fue como lo rempujé y cuando vi que le tronó su cabeza en la tierra y que ya no se podía parar de tan bolo que estaba, me fui. Agarré pa’l camino.

-Mal hecho, Tercelino, mal hecho -se atrevió a opinar la Simona.

-Qué le iba yo hacer, si yo también estaba bolo -cortó Tercelino- pero no me interrumpás, pérate que termine. Luego hablás vos si querés.

Y siguió relatando.

-Así que llegué, así que vi nuestra tierra, me senté en una piedra pa’ estar viendo la ceiba; no me cansaba de estarla viendo cuando llegaron los gavilanes a pelearse. No sé de donde salieron pero hasta tronaron las ramas de la ceiba como si fueran a caerse o a echar sangre. Entonces me vino el recuerdo de cuando le pegué a don Leocadio, de que no le hice caso, y me entró miedo y me eché a correr pa’l monte.

Después se le llenaron de llanto los ojos al Tercelino, y ya no dijo más. Sólo para alegrar a la Simona agregó:

-¡Cómo es bonita la tierra! ¡Con qué ojos la queda uno mirando! ¡Cómo tiene cicatrices!

-Es que el viento la machetea mucho -dijo la Simona.

-Eso debe ser, Simona.

No había pasado una semana de la compra del “Retiro” y ya todo el mundo lo sabía. Nadie ignoraba en el pueblo que don Leocadio Ramos vendió sus tierras, las del “Retiro” al Tercelino Aparicio su antiguo peón. Y es que, cómo no se iba a comentar el hecho: el Tercelino era muy borracho, pero eso sí, al mismo tiempo era muy trabajador. Era muy hombre el Tercelino para salir con mal de aquella empresa. Desde muy chico agarraba su machete y se colgaba su morral al hombro para ir siguiendo al campo al tata Reynaldo, su padre. El tata Reynaldo no se levantó nunca después de las tres. Nunca se le vio que cayera idiotizado por el aguardiente. No era bolo como el hijo Tercelino. Muy al contrario, le gustaba que el sol lo hallara siempre inclinado sobre el surco. Él también era peón, pero le fue de malas porque nunca durante toda su larga vida campesina -vida limpia, como sus grandes ojos negros y callados- sintió la emoción de tener un pedazo de tierra. Esto era lo que lo hacía a veces rencoroso y agresivo. ¡Y por esto un día sus manos cavaron en la tierra cada vez con más fuerza, como si quisiera abrir con ellas la zanja que deseaba hacer desde mucho tiempo atrás para que su cuerpo oscuro y cansado se quedara en ella clavado para siempre!

-Así en la vida, Tercelino -le decía al hijo- que sabía escucharlo con respeto, callado mientras él hablaba, porque era su padre, y porque el tata Reynaldo fue considerado siempre como un sabio entre aquella oscura gente de San Bartolomé de los Llanos.

-Toda mi vida estuve salado. Toda mi vida. Es que nací pobre y mis padres fueron pobres. ¿De onde diablos se puede arrancar la felicidad y el dinero sino de la tierra? Pero a mí me saló la luna cuando me pegó en las nalgas mi mamá pa’ que yo llorara, porque no quería llorar cuando nací. Acababa de llegar a este hediondo mundo cuando me salaron.

-Si, tata -decía Tercelino- yo creo que te salaron porque así viejo y fregado como estás de tanto machetear la milpa no tenés tierra todavía.

-Ya lo ves -continuaba el tata-. Por eso te digo que no te asustés cuando me mirés muerto y veás que no viene nadie y que vos sólo vas a tener que jalar del petate. Así es. Así va ser. Nadie que se asome cuando muere el pobre.

El viejo no se equivocó, porque tiempo más tarde, sólo Tercelino le arrastraba el cuerpo. Cuando lo cargó para llevarlo a enterrar, de cansado que iba, los pies del tata Reynaldo dieron varias veces contra las piedras. Tercelino tuvo que descansar tres veces para dejarlo donde pidió siempre el tata ser enterrado: a orillas del amate que se recortaba al final del “Retiro” porque desde allí, decía haber visto por primera vez a la Pomposa Gómez, la mamá de su muchacho. El viejo no se equivocaba.

Tercelino Aparicio agarró el rumbo del “Retiro”. Hacia allá se fue con la Simona, su mujer. No le estaba yendo tan mal. Ya no tomaba. Sólo quería estar en la tierra. Quería prosperar. Quería que fueran las mejores tierras de todo San Bartolomé. ¿Y por qué no? Si, iba a nacer su hijo; ya se lo tenía dicho la Simona. Cuando lo supo se llenó de orgullo, le saltaban los ojos de puro gusto. Ensilló su caballo y al enterrar el sol le dijo a la Simona que se iba para el pueblo. Hacia allá enfiló. Como a la media noche se le vio aparecer en San Bartolomé.

No anduvo con rodeos. Se fue directamente a la cantina porque estaba contento y quería que el aguardiente le quemara esa noche, como antes en sus buenos tiempos, la garganta. ¿Y por qué no? Se dijo a sí mismo cuando ya estaba amarrando su caballo y sacudiéndose el sombrero por si acaso el polvo que tragó en la noche no le dejara ver bien a sus amigos. ¿Y por qué no? Si, ya va a nacer el hijo, aquel hijo que ya llevaba la Simona en el vientre tosco y apretado. Aquel hijo que él venía pidiéndole desde hacía mucho tiempo a la mujer estéril.

La Simona desde años atrás que estaba seca. Seca como las calabazas que revientan antes de tiempo y que luego se quedan como las piedras: duras y calladas en la tierra. Tercelino quería un hijo de la Simona, se lo pedía todas las noches mientras la montaba. La Simona se quedaba en silencio, a veces se ponía a llorar, pero apretaba fuerte al Tercelino que le abría sin oírla las piernas, húmedas y duras como las raíces del amate.

Tercelino empujó la puerta y se metió contento a la cantina de San Bartolomé. Todavía era demasiado temprano para que no se topara con los amigos. Allí estaban todos los que lo conocían. Los que sabían de sobra cómo era el Tercelino Aparicio cuando se ponía a tragar aguardiente. No hubo nunca quién lo tumbara. Mejor ni se metían con él, porque también era de pleito y rápido en la sacada del machete. Uno a uno fue saludando hasta toparse nuevamente con el viejo Leocadio Ramos. Con aquel don Leocadio que lo agarró de peón desde muchacho y que al fin de cuentas había acabado por venderle sus tierras del “Retiro”.

-Tercelino Aparicio, servidor y amigo -murmuró cerca del viejo don Leocadio.

Leocadio Ramos no lo volteó a mirar. Había vaciado una copa de aguardiente y mejor se hizo el sordo. Venía rumeando desde aquel día un callado rencor. Cuando Tercelino Aparicio se le puso cerca y lo saludó, sintió cómo se le crecía anudándosele en el pecho. Desde que se dio cuenta que Tercelino Aparicio estaba en la cantina se le fue resbalando la mano en el cuchillo. Pero se contuvo. No quería matarlo. Sabía bien que la sal le andaba cerca. Eso fue lo que le contuvo el odio. No estaría tan mal decir unas palabras.

-Que bien se ve que te va bien, Tercelino. Tal vez me estoy equivocando con lo que te dije cuando te miré agarrar solo pa’ las tierras del “Retiro”. Sí, tal vez me ande equivocando. Pero no agarrés confianza todavía. La tierra no perdona pronto. No vaya ser que ya te hayás salado, Tercelino.

-Desde que murió mi tata Reynaldo y me quedé huérfano nada me ha salado. Él es el que estaba salado -contestó Tercelino. Ya sé que la tierra no perdona, don Leocadio, pero yo no le hecho nada a la tierra. Tá’ contenta la tierra. Por eso es que está echando tanta milpa.

-Ta’ bueno que así sea. Pero si te pasa algo, no digás que no te lo dije antes. Que no te lo avisó Leocadio Ramos, el mismo que te vendió esas tierras.

Tercelino sintió otra vez el miedo. Aquel mismo miedo que lo hizo pararse de la piedra donde estaba sentado cerca de la ceiba cuando se estaban peleando los gavilanes. Aquel miedo que lo hizo salir huyendo, ¡a él que era tan hombre!

-Ta’ bueno, don Leocadio. Si así ha de ser que sea. Pero que no se diga que el hijo de Reynaldo Aparicio va a tener miedo de esas cosas.

Y le dio la espalda, pero el viejo ya sabía que lo estaba preocupando. Que le había entrado el miedo. Se lo miró en los ojos porque nunca los desviaba cuando daba la cara a amigos o a enemigos. Se lo pescó en las últimas palabras: ¡que no iba a tener miedo de esas cosas!

Hasta las tres estuvo Tercelino Aparicio en la cantina de San Bartolomé, y cuentan los que lo vieron, que toda la noche se la pasó bebiendo y hablando sólo de sus tierras del “Retiro”. De la buena alzada que estaba cogiendo la milpa, de las cicatrices de los surcos cuando uno arroja la semilla, de las bandadas de tordos que aparecen por millares y se están picando la milpa como si el viento les enterrara hasta lo más hondo del verdor el pico destructivo; de las nubes que nunca acaban su desfile eterno y que al final de las tardes veía posarse sobre la ceiba como si fueran largos caballos de humo. De todo eso cuentan que estuvo hablando Tercelino mientras la emoción le crispaba las manos y le hacía apurar el aguardiente. Bebió mucho el Tercelino, pero no cayó porque era fama que a todos les echaba el pie adelante cuando se trataba de poner en prueba su bien ganada fama de borracho.

Aquella noche fue la última que Tercelino Aparicio bebió trago en la cantina de San Bartolomé. No se le volvería a ver llegar nunca para contar cómo trabajaba en el “Retiro”. Tan distraído anduvo que no se dio cuenta que por ahí lo vieron Plácido y Antero Pérez; con el primero ya había cruzado machetazos, para arreglar así muy a su manera quién de los dos sería el que se quedara con la Simona Montero. Al Plácido le tocó las malas. Quedó con el machete clavado en la cabeza mientras se retorcía en su propia sangre como una lechuza en el amanecer. Pero no murió. Tenía muy dura la cabeza, y así se estuvo revolcando hasta que le avisaron al Antero que allá estaba Plácido Pérez tirado por el rumbo de San Camilito.

Aquella fue la última noche que Tercelino Aparicio bebió trago en la cantina de San Bartolomé. Cuando se le acabó la paga que llevaba y clavó las espuelas al “Tostado”, ya los Pérez se le habían adelantado. Allá estaban esperando detrás de un palo de zapote en la mera mitad de su camino. Fue a la misma hora en que cantó un gallo cuando apareció Tercelino. Ya iba pasando el zapote cuando sintió que algo como una culebra le enrollaba el pescuezo. Luego lanzó un grito, fue cuando su cabeza dio contra el filo de una piedra. Bien que lo había mecateado el Antero. Plácido saltó como un animal y con el machete desnudo le dio el primer tajo que fue a caerle sobre un hombro; pero ya no le siguió macheteando porque midió con el grito el dolor del borracho y quiso ir poco a poco. Lo arrastró del pelo, y con la boca sumida en el polvo lo fue poniendo bajo la cola del caballo. Luego pidió a su hermano Antero que lo ayudara a amarrarlo, y hecho esto se fueron montando poco a poco.

Todo lo recordó el Tercelino Aparicio mientras iba muriéndose: se acordó de aquella vez que iba con la Simona del brazo un día antes de que se casaran, cuando se les atravesó Plácido Pérez. Era en la mera fiesta del señor del Pozo.

-Ora sí que me las pagas todas, oyó que decía, mientras él empujaba a la Simona para sacar el machete.

-Ta’ bien, Plácido.

No era para echarse atrás. Los ojos de la Simona estaban ahí cerquita. ¡Cómo se le clavaron de hondo aquella vez!

-Vos lo quisiste así, Plácido. Yo no hubiera querido. Ahora tás muerto. Te empezás a poner tieso. Perdonáme.

-Ya no pude sacarle el machete, Simona, allí le quedó en la cabeza, se le clavó todo porque la verdad fue que le di muy fuerte. De verás Simona, vos también sabés que no nos respetaba el Plácido.

-Van a meterte preso Tercelino, mejor si me llevás ahora de una vez. Mejor si ya no volvemos.

Todavía tuvo tiempo Tercelino. Todo lo recordó mientras iba muriéndose. No se olvidó de nada. Hasta que sintió otro machetazo. Luego la noche se le fue metiendo. Ya no podía ver. Pero todavía sintió un rato más como las piedras del camino le iban comiendo los zapatos.

-Ya está bien. Mejor si lo dejamos por aquí nomás. No vaya a ser que nos descubran. Mejor si lo ponemos detrás de esta loma.

-No -contestó el Plácido, -a este cabrón lo vamos a llevar jalando hasta el mismo “Retiro”. Lo vamos a amarrar de la ceiba que está enfrente. ¡A ver qué putas dice la Simona cuando lo vea colgado!

Luego se callaron. Sólo la carcajada del Antero Pérez rebotó en la noche.

La Simona no podía dormir esa noche. Tenía mucho miedo y calentura. Cuando abrió la puerta no se imaginó que Tercelino ya estaba colgado de la ceiba. Y si lo vio fue sólo porque oyó un gran ruido en lo alto del “palo” como si fueran a quebrarse sus ramas, o como si de repente fueran a echar sangre. Así fue como lo vio la Simona. No lo habría visto, si no hubiera sido porque hasta arriba, en lo más alto de la ceiba, se estaban peleando dos gavilanes.