JOAQUÍN VÁSQUEZ AGUILAR
Joaquín Vásquez Aguilar nació en Cabeza de Toro, municipio de Tonalá Chiapas, el 15 de agosto de 1947. Hijo de Emeterio Vásquez y Ascensión Aguilar, realizó los primeros estudios en su tierra natal; la secundaria y preparatoria, en el Instituto de Ciencias y Artes de Chiapas (ICACH); participó en el taller de teatro del maestro Luis Alaminos Guerrero y en las brigadas de teatro campesino organizadas por la Compañía Nacional de Subsistencias Populares (CONASUPO); fue corrector de estilo y coordinó talleres literarios en la Universidad Autónoma de Chiapas y en el Instituto Chiapaneco de Cultura. Falleció en Tuxtla Gutiérrez en los primeros días de enero de 1994.
Entre su obra publicada se encuentran los poemarios Cuerpo adentro (1978), Aves (1980), Vértebras (1982), Casa (1984), Cuaderno perdido (1989), Erguido a penas (1991), Antología personal (1993). Póstumamente fue publicado Pequeño paraíso perdido (1996), una colección de poemas seleccionados por Luis Alaminos y Rafael Araujo; se sabía que Vásquez Aguilar había escrito un libro que pensaba publicar con ese mismo nombre y que desapareció con su muerte. Luis Alaminos y Rafael Araujo —de acuerdo con este último1— dieron al material seleccionado el título de Pequeño paraíso perdido como un homenaje al material extraviado; sin embargo, esos poemas aparecieron veinte años después en el libro Joaquín Vásquez Aguilar. Poesía reunida (2010) de Luis Arturo Guichard; y aún más tarde, en Decir lo que me afecta, los cuadernos perdidos de Joaquín Vásquez Aguilar (2016), este último bajo el sello editorial AFÍNITA y que incluye dos carpetas que la familia entregó a los coordinadores: la de “Pequeño paraíso perdido” y la de “Decir lo que me afecta”, esta última conservada por Guadalupe Vásquez Aguilar, hermano del autor de Cabeza de Toro.
En el año 2010 apareció Joaquín Vásquez Aguilar. En el pico de la garza más blanca, edición crítica a cargo de José Martínez Torres, Antonio Durán y Yadira Rojas. En el año 2014, apareció otra antología sobre Vásquez Aguilar realizada por José Martínez Torres, Antonio Durán y Manuel Briones.
Joaquín Vásquez Aguilar fue un niño físicamente débil y enfermizo.Aunque tenía habilidades para el aprendizaje escolar, su situación de pobreza le dificultaba el despliegue de sus facultades. Cuando estudiaba el sexto año de primaria, su profesor, de apellido Matus, indicó a sus alumnos la lectura de un libro titulado Cielo, mar y tierra, que propició su gusto por la lectura.
Tomó cabal conciencia de su destino poético cuando ingresó al grupo de teatro que dirigía el maestro Luis Alaminos. Éste le recomendó las lecturas de Federico García Lorca, César Vallejo, Miguel Hernández y Pablo Neruda: “Me fui metiendo en esas lecturas, me fue gustando el ritmo del Romancero gitano, sobre todo el tono dramático de Miguel Hernández”, confesó en entrevista con Elva Macías (1996: 9).
Andrés Fábregas Roca y Daniel Robles Sasso fueron los primeros en facilitarle la publicaciónde algunos poemas en la Revista ICACH. Joaquín señala de qué manera sucedió su ingreso:
El maestro Andrés Fábregas Roca […] dirigía la revista, le gustaron mis poemas, pero el espacio ya estaba dispuesto para textos de Daniel Robles Sasso que era el rector del ICACH en ese tiempo. Robles Sasso dijo: “Este joven hace teatro, lo he visto en las obras de Luis Alaminos y si, aparte, es buen poeta, yo le cedo mi espacio, yo he publicado y él publica por primera vez”. A través de Robles Sasso, quien me cedió sus páginas, publiqué en tres números consecutivos de la revista ICACH como doce poemas, entre 1970 y 1972 (Vásquez Aguilar, 1996:10).
María del Carmen Marcela Venegas Díaz (2012: 51-52) dice que Joaquín inició en 1972 una gira a la Ciudad de México con una brigada del Teatro de Orientación Campesina de la CONASUPO, proyecto dirigido por Eraclio Zepeda. Instalado en la capital, participó en tertulias literarias. Debido a problemas de trabajo, regresó a Chiapas. Sin embargo, volvió en otras tres ocasiones. En la última de ellas, en 1983, trabajó como corrector en el Fondo de Cultura Económica.
Venegas Díaz advierte que la brigada de teatro fue una experiencia fundamental, porque le permitió recorrer todo el país. Después que Joaquín dejó el teatro, se quedó a trabajar en las oficinas de la CONASUPO. El grupo de teatro que se trasladó a la ciudad de México se llamó “El Surco”: lo integraban Malú Morales, Cielo Pinto, Seto Guzmán, Marlene Toledo y Rafael Padilla.
La experiencia en la ciudad de México fue enriquecedora en muchos sentidos: a Joaquín lo contrariaba la ciudad, pero también le generaba gran inquietud la vida cultural capitalina. Entre 1975 y 1977, la Revista Mexicana de Cultura, suplemento del diario El Nacional, le publicó el poema “Días del terrible mar” y el ensayo “Los poemas humanos de César Vallejo”.
Un segundo apoyo lo obtuvo del maestro Andrés Fábregas Roca, responsable editorial de la Universidad Autónoma de Chiapas (UNACH), quien le dio el pase de entrada al mundo de la poesía de Chiapas y de México con la publicación de su primer libro Cuerpo adentro en 1978, bajo el sello editorial de esta universidad. Joaquín dijo que con la aparición de este libro su compromiso con la poesía estaba ya firmado, por lo que siguió navegando por esos esteros de imágenes y tropos hasta que fueron apareciendo poco a poco en sus demás libros.
Cuando Joaquín trabajaba en la Dirección de Cultura y Recreación del Estado, conoció a David Huerta, a quien le mostró su libro Cuerpo adentro. David Huerta sugirió a Jaime García Terrés, en ese tiempo director del Fondo de Cultura Económica, la publicación del libro Vértebras, volumen que también reúne Cuerpo adentro y Aves. Esta publicación se convirtió en la más importante edición de los libros de Joaquín, por la amplia distribución que tiene la editorial.
Venegas Díaz señala que, en 1983, durante su última estancia en la ciudad de México, murió su padre Emeterio Vásquez. Este hecho lo afectó tan profundamente que motivó uno de sus más conmovedores poemas: “Recado de familia”. A partir de entonces, se reinstaló en Chiapas y no volvió más a la capital de la república.
Cuando Joaquín Vásquez Aguilar era niño, la mayor parte de los habitantes de Cabeza de Toro vivía de la pesca y de la agricultura para el autoconsumo doméstico. La agricultura se basaba principalmente en el cultivo del maíz y, en menor proporción, de la sandía; el mango también se cosechaba. El lugar era abundante en flora y fauna.
El poblado se encuentra a dos kilómetros del Océano Pacífico y a orillas del estero conocido como Mar de Cabeza de Toro. El estero se hallaba rodeado por manglares y magresales que cobijaban gran cantidad de aves, cangrejos, iguanas, peces, camarones. Las casas eran de bajareque. En las noches se alumbraban con candiles de petróleo. Las tareas se realizaban de manera rústica, sin tecnología moderna; se desmontaba a golpe de hacha y machete; las canoas se fabricaban escarbando los tallos de las ceibas y eran conducidas sobre el agua con pértigas de madera, llamadas por los lugareños “varas de palanquear”; se pescaba con atarrayas que manipulaba un solo hombre. El maíz se resquebrajaba en molinos de mano y se amasaba en metates de herencia prehispánica. La carretera era de terracería. Los fertilizantes químicos aún no hacían presencia en este lugar.
Para terminar la primaria, había que ir a Tonalá. En Cabeza de Toro y demás comunidades cercanas se impartía hasta el segundo, tercero o cuarto año de primaria. La enseñanza conservaba todavía algo del espíritu cardenista, los profesores se involucraban con los problemas de los alumnos en su contexto familiar, enseñaban canto, danza, cultivo de hortalizas y otros oficios manuales e impartían cursos vespertinos para los adultos analfabetos.
Con el tiempo, la zona marina a la que pertenece Cabeza de Toro se pobló con grupos humanos que buscaban mejores condiciones de vida; provenían de tierra adentro, generalmente campesinos mal pagados y subalimentados. En la década de 1980, la región comenzó a ser devastada por la deforestación; los esteros mostraron signos de agotamiento por la pesca excesiva, debido principalmente a la sobrepoblación de pescadores, al uso de chinchorros y lanchas de motor fuera de borda. Se pavimentó el camino que conectaba con Tonalá, Puerto Arista y Boca del Cielo. Las carretas tiradas por bueyes fueron sustituidas por camionetas; los fertilizantes químicos aliviaron el trabajo de los agricultores y envenenaron la tierra y las aguas: el alumbrado eléctrico hizo su aparición; las frescas casas de bajareque fueron reemplazadas por las calurosas de concreto, llegaron la televisión y las antenas parabólicas.
El mar dejó de garantizar la alimentación y la pobreza se fue ahondando. Había temor frente a un futuro incierto; algunas familias buscaron mejores perspectivas en las ciudades, consiguiendo empleos o realizando una carrera universitaria. Se tenía la expectativa de que, si alguien llegaba a tener éxito en la ciudad, podría aliviar las tribulaciones familiares. Dentro de esta expectativa se ubica el poema “La mitad del amor”, del libroCasa (1984: 28-29), en el que se hace referencia a las aflicciones de la familia y al prometedor Guadalupe Vásquez Aguilar, llamado cariñosamente Lupito (hermano menor del poeta), la esperanza del hogar:
la una para Lupito
que pasó el examen de admisión
para estudiar
en la escuela náutica y ser ingeniero en máquinas marinas
papá vendió el terreno,
pero Lupito será ingeniero
papá se tiene que operar, pero será ingeniero
mamá reza (será ingeniero, ya verán)
todos los días reza llora trabaja
Joaquín también tuvo que irse a la ciudad de Tuxtla Gutiérrez para continuar sus estudios; a través de las informaciones del profesor, su padre Emeterio tenía noticias de que era un alumno adelantado y que mostraba cariño por los libros, por eso permitió que su hijo buscara fortuna en el mundo urbano.
Joaquín cursó el quinto año de primaria en la escuela Fray Matías de Córdova de Tuxtla Gutiérrez. Regresó a Tonalá,donde concluyó la primaria (a la edad de catorce años). Luego volvió a la capital chiapaneca para estudiar la secundaria y la preparatoria; mientras cursaba ésta, se integró a la vida teatral bajo la guía del maestro Luis Alaminos.
La experiencia de su salida de Cabeza de Toro fue padecida como una expulsión y un desmembramiento radical. No dejó de sentirse extranjero en la ciudad. Volvía una y otra vez a Cabeza de Toro, pero un día sintió que su perplejidad ante el lugar amado había desaparecido.
El licor y los libros fueron sus compañeros inseparables; la insoportable realidad urbana tenía que ser paliada de alguna manera. Licor y arte crean otra realidad, transfiguran la circunstancia; uno lo hace en el plano imaginario; el otro, en el simbólico.
En la entrevista con Elva Macías, (1996: II) reconoce la influencia decisiva del autor de Los heraldos negros: “[...] siento una coordenada con la poesía humanísima de César Vallejo. [...] Vallejo se vuelve una de mis piedras angulares desde que lo descubro”. Sin embargo, el peruano asume una postura de denuncia social ausente en la poesía de Vásquez Aguilar. Aunque éste incluya la soledad del mendigo, de los desplazados, de los migrantes centroamericanos, de los indígenas, su obra se refiere fundamentalmente a la injusticia, a la tristeza, al desamparo, como un hado.
Joaquín fue un poeta comprometido con su creación. En su formación poética también son importantes, además de César Vallejo y Miguel Hernández, la Biblia, el PopolVuh, Ramón López Velarde, Juan Rulfo, Pablo Neruda, Vicente Huidobro y Jaime Sabines.
Cuando Joaquín publicó, en 1978, su primer libro Cuerpo adentro, la poesía mexicana comenzaba a abandonar el tono serio, como se observa en las obras de Efraín Huerta y de Jaime Sabines. Éstos no sólo se atreven a usar un lenguaje coloquial, aderezado a veces con las llamadas malas palabras, sino que incorporan realidades cotidianas de la vida en la ciudad: plazas y calles, bares y prostíbulos.
José Martínez Torres (1996: 17-18) señala que Joaquín había leído mucho y contaba con una memoria y un oído excepcionales, que sus ideas y juicios sobre la literatura eran sólidos porque se basaban en una penetrante observación de la vida diaria y de los conceptos librescos sobre ésta; observa que el autor de Cuaderno perdido tuvo la ventaja, no siempre compartida con los demás autores chiapanecos, de haber vivido en la ciudad de México, lo que representó una más aguda percepción de las virtudes de su pueblo y una formación intelectual más refinada, pues no copió la vida de Chiapas sino que la dramatizó, en ocasiones sacrificando lo verosímil al efecto.
La importancia de su obra en la poesía mexicana aún se está gestando; paulatinamente se va descubriendo y extendiendo el valor de su estética; el tiempo la irá paulatinamente rescatando y ampliará su ámbito de lectores más allá de los actuales círculos literarios y de las fronteras del estado.
José Martínez Torres (1996: 17) observa que la poesía de Vásquez Aguilar podría clasificarse en dos grupos. El primero lo formarían textos “comprensibles”, y que han sido los más conocidos y apreciados, “cuya finalidad es conmover al lector, apelar a su comprensión y simpatía, como quien dice mentiras con una gran seguridad y también como al descuido”. El segundo grupo está compuesto por poemas crípticos, susceptibles de desorientar al lector, y que son herederos de la vertiente vanguardista de César Vallejo.
La dificultad de gran parte de sus poemas reside en su pretensión de acentuar el desarraigo del mundo desarraigando también el lenguaje, ejerciendo cierta alteración sobre la morfología de las palabras, usando imágenes oscuras. A veces los versos se cortan abruptamente y se vuelven asimétricos. El poeta parece gozar y sufrir las palabras. Sorprenden al lector ciertos juegos propios de su escritura; por ejemplo, fusiona dos expresiones en una sola: “digo a tu mano adiós de mis amores”, en lugar de “digo a tu mano adiós, amor de mis amores”; crea aumentativos a base de repetir el mismo sustantivo: “qué viento viento/qué sol tan sol”; multiplica los sentidos: “en la nube la dijo alejandrina”, en la voz alejandrina están implícitas las palabras “alejada” y “lejanía”.
Las expresiones propias del caló chiapaneco, sobre todo del que se habla en la zona marina, el uso de minúsculas y la falta de signos de puntuación expresan la liga con la infancia, con lo pequeño, con el afán de hacer una escritura que se acerque a lo elemental, a la inocencia.
La asimetría de algunos poemas acentúa el quiebre de la existencia, la irrupción del azahar en forma de tropezones, de rupturas. La abundancia de sinestesias le permite sintetizar diferentes percepciones, unir en una sola las cualidades que corresponden a sentidos distintos: “el jardín de la puerta ha sonado tan fuerte”; en este caso, lo que pertenece a la puerta se desplaza al jardín, lo auditivo se instala en lo visual.
El teórico ruso Victor Sklovski (Todorov, 1991: 57-60) señala que el arte existe para dar la sensación de vida, para sentir más agudamente los objetos, y que la imagen poética es uno de los medios para crear una impresión máxima. Joaquín lo consigue preferentemente mediante la sinestesia, la elipsis, la paradoja, la hipérbole, el oxímoron, la metonimia y la sinécdoque. Todas estas imágenes contribuyen a potencializar, a cargar de sentidos la palabra, la frase corta, el verso y el poema, para revelar con mayor verosimilitud la percepción interior y exterior del mundo.
Israel González Ruiz (1997) dice que la poesía de Joaquín desciende de Vallejo y “asume el ánimo experimental de los movimientos vanguardistas que surgieron en las primeras décadas del siglo XX, sin caer en los excesos del Dadaísmo o en la incoherencia de cierta poesía automática surrealista”; también señala que tomó de Vallejo la sonoridad y el desmembramiento de las palabras para expresar estados de rispidez o desasosiego, malestares del alma.
Luis Arturo Guichard (2010: 19) sostiene que la poética de Vásquez Aguilar fue pendular, y pasó de la “furiosa búsqueda vanguardista” de sus primeros poemarios (Cuerpo adentro, Aves, Vértebras) a “una más tranquila contemplación del paisaje y del entorno privado del poeta”, como según él se advierte en libros tardíos como Casa, Cuaderno perdido y Erguido a penas.
Otra contribución muy aguda para la comprensión de su poética fue la que hizo Tania Zenteno en su colaboración para el libro Una ciudad llena de fantasmas. Estudios sobre Joaquín Vásquez Aguilar. Zenteno (2012: 126) vislumbró en su ensayo el papel preeminente que tiene en prácticamente todos sus poemarios “la imagen del pájaro, las aves y sus equivalentes”. La garza, por citar sólo un ejemplo, contiene en su figura la nostalgia del estero y es simultáneamente una apuesta de Joaquín por la vida silvestre contra la inadaptación que sufrió ante el modus vivendi citadino.
La poesía del costeño no es, sin embargo, local—según sostiene Durán Ruiz en su libro La errata en el crucigrama. No se detiene allí, no constituye su propósito central aunque constantemente aluda a la vida familiar y al tiempo de su infancia. El tema esencial es el sufrimiento en tanto que raíz del hombre. El mundo es una herida, un padecimiento. El enigma de la existencia, de la vida del hombre sobre la tierra inquietó al autor de Cuaderno perdido; dijo a Elva Macías (1996:7): “Hablo de indagar por mí mismo qué demonios es estar aquí, en esta tierra, en aquel patio, solo, en este mundo, solo, a pesar de tanto poblamiento”. El hombre está condenado a la penuria existencial, a la contemplación de lo irreparable, de la muerte diaria, cotidiana. La vida se da a medias, porque el dolor, el agobio, la hiende. Hasta el amor sufre la amputación del agobio, como lo da a entender el título del poema “La mitad del amor”.
Vásquez Aguilar percibió el sufrimiento como una realidad apocalíptica, la manifestación de un mal inexplicable e ineludible; como una visión trágica, en el sentido griego, porque está en relación con la fatalidad y con la inexorabilidad del tiempo que todo lo desgasta; es la tragedia ligada al orden cósmico.
La modernidad es un error, una enfermedad que penetra en el cuerpo del mundo y lo impurifica, un mensaje de que ha llegado el ocaso de la vida elemental y de sus valores. El mundo contemporáneo se torna cada vez más artificial, menos humano; sus habitantes se van desposeyendo interiormente. La sociedad se ha enajenado radicalmente, está en el mundo pero sin habitarlo espiritualmente. La poesía de Joaquín está más cerca de la inocencia de las cosas y de la recuperación de la antigua unidad no adulterada por la modernidad; su memoria ilumina y rescata el tiempo de la infancia, recupera lo original encarnado en el hogar, la infancia, los abuelos, los padres, los hermanos.
Como ocurre con la poesía de Vallejo, según Guillermo Sucre (1985: 113-139), la memoria devuelve la presencia del pasado, lo actualiza en su dimensión de éxtasis; a través de ella se vuelve a habitar en el mundo: evoca el de la infancia para rescatar la unidad perdida: es su único recurso de volver a habitar en lo primordial, en el fundamento. Dentro de esta significación se sitúa la referencia a los abuelos y a Chico Robles, en tanto que fundadores de Cabeza de Toro, hombres originales y elementales. Se observa en su poesía la nostalgia y el cariño por los hombres no tocados por la civilización del lucro, de la competencia, la prisa, el consumo y la enajenación.
El poeta de Cabeza de Toro resucita el edén perdido; pero como un recuerdo herido, que se escribe desde la ausencia y la penuria. No hay utopía; el hombre parece no tener salvación. Es una poesía escatológica en tanto que corresponde a una escritura de la pérdida; es constante la referencia al hogar en su encarnación de seguridad, invulnerabilidad, amparo. Si algo consagra la poesía de Joaquín es la vida primigenia regida por los padres dadivosos que otorgan el alimento, sobre todo el espiritual:
Hace muchos años
madre enfermó de asma de nervios de
hablar mucho de andar exprimiendo su pobreza
durante muchos años vendió pescado
hacía dulces de coco
hacía pan de vértebras mojadas
“Pan de vértebras mojadas” tiene el sentido de alimento espiritual brindado con amor y sacrificio. Las vértebras representan el sostén, la articulación amorosa, el fundamento. Se observa en estos versos la consagración del hombre a través de los seres postergados y elementales.
Vásquez Aguilar tuvo conciencia de la temporalidad, sabía que no se puede eludir el acoso del tiempo. El hombre y las cosas son acontecimientos en constante alteración. El tiempo no está fuera del hombre sino que constituye su condición; éste va montado sobre su flecha. Los seres amados y el mismo sujeto poético son referidos en su inestabilidad básica, en su transitoriedad inevitable. Por ejemplo, el padre Emeterio aparece en su ancianidad. El poeta lo contempla como si fuera la víspera de su desaparición.
Ochenta
dosmil lagartos
en los ojos del viejo Emeterio
pueblan su barba
por su lengua va y viene el cuchillo que descuartiza
de este modo
mientras teje el estero con ademanes
nos hace doler su espalda
su vejez de pie
Cuando el padre muere, la orfandad se acentúa, el dolor sensibiliza las cosas mismas, cada elemento del paisaje participa dramatizando la subjetividad del sujeto poético:
desde el manglar me preguntaron las iguanas por ti
los bagres del estero también me preguntaron
el viento y sus gaviotas
tu canoa
tu atarraya
mamá me preguntó por ti
y yo tuve que hacer este recado
y ponerlo en el pico de la garza más blanca
a ver si en la blancura te encontraba
y lo amarré a la tristeza del pez más profundo
a ver en qué rincón del agua te encontraba
y se lo dije a la lluvia
en su gota más secreta
y al salitre en su yodo más recóndito
Muchos poemas son testimonios de ausencias dolorosas y enfrentamiento con una realidad carente. La poesía de Joaquín se estructura desde la perspectiva de la caída, de la sensación de ser arrojado del mundo elemental, desde su situación de adulto investido ahora por el sufrimiento.
El yo poético expresa su experiencia de sentirse vivir en una cárcel existencial. Vivir es hacerlo con dificultad, con el peso de las penas y el desgaste del cuerpo, como se observa desde el título de uno de sus poemarios: Erguido a penas; es decir, el hombre camina próximo a la tierra, a su borde, a su abismo. La vida pulsa sobre un fondo de muerte.
En su poesía existen dos tiempos y dos espacios que se oponen y en ocasiones, por la intervención de la memoria, concurren, tal como se observa en este poema de Pequeño paraíso perdido:
En mi ruta siempre hay dos espacios, dos vientos, dos tiempos en cuyo vaivén me desplazo desierto a corriente, quietud a vorágine, ciudad a mar; soy golondrina y tortuga, neumático y canoa, desorden y amanecer. Pino me resuelvo desde montaña hasta iguana de litoral; agitan mi melena céfiros azules lo mismo que sofoco de cárdenos días; vivo dentro de tierra candente lumbre como fuera de aguacero diario.2
Blanca Luz Pulido (2012: 23) muestra que hay en la obra de Joaquín muchas “familias” de poemas; bastantes de ellos crean, como sucede con la gran literatura, su propia especie, son sui generis. En ellos se mezclan, a partes desiguales, el dolor, la plenitud, las certezas y las pérdidas; observa poemas de tema amoroso en los cuales la nota dominante no es la zozobra sino el gozo compartido, como “Una ventana con Isolda”:
al otro lado del día
tus ojos
tu olor
-risueña voz
tu voz
aquí
mis manos
-diluvio de mis ojos
abriendo esta calle
donde comienzas para mí
toda derramada luna
Tú
maestra de mi barro para siempre
(Vértebras: 29)
Pulido señala también que el movimiento es un tema central en la poesía de Vásquez Aguilar; lo constata mostrando la frecuencia con que aparecen verbos como llegar, ir, huir, regresar, caminar, llevar, comenzar, continuar, seguir, salir, crecer; este movimiento es problemático; implica una realidad poética en perpetua recomposición, huidiza, inestable, mutante. Dentro de ella son muy importantes las preguntas y afirmaciones de desconocimiento, pues generan en el lector la sensación de encontrarse frente a una creación y destrucción perpetuas y simultáneas: lo que se ve no es necesariamente lo que es, y lo que no se ve o no se sabe, lo que se desea y posiblemente llegará, adquiere la fuerza de una inminencia deseada, presentida siempre.
En el seno de esa perpetua zozobra velardiana -dice Blanca Luz- el amor, cuando llega a asomarse, origina un intervalo de plenitud, el espacio de la gracia: por el yo poético descansa (aunque el intervalo sea breve) del carácter inestable de todo cuanto lo rodea. Esa zona de penumbra entre la certeza de la desdicha presente y la posibilidad raramente realizada de su opuesto, la plenitud, se manifiesta mediante la creación de un territorio donde las preguntas, airadas, repetidas, fuertes y sonoras, adquieren una entidad única. La duda, entonces, es la zona privilegiada en que se enmarcan muchos de los poemas de Vértebras. “Dudosamente acato mi desdicha”, se afirma, en una clara contradicción puesta en marcha, y ese dudoso acatamiento se expresa en la rebeldía, la protesta ante una realidad intolerable, protesta expresada, justamente, por medio de preguntas.
Los títulos de algunos libros evidencian lo que en el presente trabajo se ha escrito sobre la poesía de Joaquín Vásquez Aguilar. Cuerpo adentro se relaciona con lo visceral, con sus andamiajes interiores, como él mismo dijo (Vásquez Aguilar, 1996: II): “yo me derramo, me desgarro, me desangro. Me derramo ahí en mis textos: este soy yo”. Vértebras hace referencia a la columna vertebral y a sus treinta y tres vértebras, cada vértebra corresponde a un año. Treinta y tres años es la edad de la muerte de Cristo, el inicio del derrumbe del hombre: “la intensidad y la densidad a punto de quebrarse en el ser humano, su templo que es su cuerpo” (Vásquez Aguilar, 1996: 12). Casa tiene que ver con su entorno original, con el ambiente natural y familiar, el hogar amado. Aves sugiere libertad, ligereza, espectáculo aéreo de pájaros. Son las aves de los esteros de Cabeza de Toro, las peregrinas y las habituales, que devienen símbolos para el poeta. Pequeño paraíso perdido es su pueblo pesquero degradado, perdido no sólo históricamente sino también desde la perspectiva de la inocencia:
Es la nostalgia de lo que tuvo uno en la niñez. Mi pueblo ya no es el mismo de cuando te alumbrabas con candiles, ahuyentabas los moscos con cáscaras secas de coco. Mi pueblo ya tiene luz eléctrica, ya tiene televisión y antenas parabólicas. O sea, la virginidad que tú conociste de tu pueblo ya no existe: el paraíso perdido. Además, tu edad misma, todo ha ido cambiando y hay una nostalgia. […] Este texto es otra manera de decir lo que escribí en Casa: ya no regresas para festejar qué bonito vuelo y que bonito es el estero. Éste habla del paraíso perdido, de Adán y Eva que ya no están en el jardín maravilloso: la conciencia de que las cosas ya no se miran con las miradas de niño, es una especie de tragedia (Vásquez Aguilar, 1996: 12-131).
Israel González Ruiz (1997) dice que hay en ciertos momentos de la poesía de Joaquín un abandono total al sufrimiento y gran incapacidad para trascenderlo: aunque en otros, el poeta resurge como efecto de la escritura, de la necesidad apremiante de “nombrar, de traducir su entorno: él y su cuerpo: él y los otros (su madre, su padre, sus hermanos, sus amores, sus amigos: él y la costa: él y la vida y su envés”.
La voz de Joaquín Vásquez Aguilar es voz profunda, única, pese a compartir rasgos con otras expresiones líricas de poetas hispanoamericanos, como es el tema de la orfandad, según observa Efrén Ortiz (1991: 121-131) en su ensayo “Chiapas: una literatura de la orfandad”.
A pesar de que Vásquez Aguilar integra aspectos del habla popular y familiar de Chiapas y de realidades características del estado como la pobreza, la marginación, el paisaje, la singularidad de su obra no reside en el uso de temas locales sino en temas de naturaleza universal. Dijo a Elva Macías (Vásquez Aguilar. 1996: II):
A mí me duele el ser humano en sí: por qué el ser humano es de tal modo y no de otro, por qué sufrimos, quizá por eso siento una coordenada con la poesía humanísima de César Vallejo. Vallejo se vuelve una de mis piedras angulares desde que lo descubro.
En el marco de esta concepción se entiende su declaración: “Mi estructura es interior siempre, parte de lo que me interesa, de lo que me penetra desde el exterior hasta mi interior” (Vásquez Aguilar, 1996: 11). Su poesía es universal, escrita desde la tierra que pisó.
Una mañana de un día de enero de 1994, su hermano lo halló muerto en su domicilio de Tuxtla Gutiérrez. Hace falta un estudio profundo de la poética de Joaquín Vásquez Aguilar. Aún no se ha accedido a su huella más significativa porque la poesía es el mejor testimonio de lo que vivió, de lo que también nosotros vivimos. Daniel Durán (2012: 59) recuerda la frase de Susan Sontag: “Las mejores obras son las que se dedican a escarbar infiernos, más que públicos, privados”, y dice que esta frase se amolda perfectamente a la obra de Joaquín Vásquez Aguilar; ahí ese otro atormentado, el monstruo que llevamos dentro y nos devora constantemente.
Vicente Francisco Torres (2012:47-48) dice que Vásquez Aguilar es en principio un poeta que nos transmite con alegría el ámbito tropical que lo vio nacer; canta el señorío de la infancia, el nacimiento del día, el mar y el estero; sin embargo, a medida que avanzó su desarrollo artístico y cambió al Chiapas ubérrimo por la capital hostil, su poesía se fue ensombreciendo. Los testimonio incluidos en el libro En el pico de la garza más blanca nos dicen que fue un hombre pesimista, poco esforzado de mantenerse en los empleos fijos, lo que lo llevó a una persistente pobreza y al alcoholismo que acabó con él.
Fue un hombre sencillo que amasó su poesía con dolor y desesperanza, pero la luz del trópico le insufló música y belleza; el resultado es una obra de celebración y dolor (el amor es un huracán que sacude el corazón del hombre), como era de esperarse en este poeta cristiano pero sin Cristo.
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Notas
1 Declaración personal en octubre de 2015. ↺
2 En la versión de Poesía reunida, editada por Luis Arturo Guichard. ↺